Una mirada general a la vida política de tantos pueblos arroja, en estos momento, un saldo negativo en dos de los principales ingredientes del denominado Estado social y democrático de Derecho. En efecto, desde una perspectiva material tanto la participación como la solidaridad con frecuencia se reducen a metodologías artificiales, sin contenido propio, conformándose más bien como técnicas de control y manipulación social. Por un lado, porque a través de la participación, los partidos ponen en circulación estructuras sociales que no son más, ni menos, que la prolongación del dominio político en extensos campos de la vida comunitaria. Y, por otro, porque la subvención, el auxilia o la ayuda pública se han convertido en fenomenales instrumentos para la captura del voto de colosales proporciones.

Dos de los aspectos centrales del pensamiento democrático moderno son la participación de los ciudadanos en la vida política y la vitalidad de los espacios de solidaridad en los que resplandecen los valores cívicos de la convivencia. En lo que concierne a la participación real de los ciudadanos en la vida política podemos registrar que, poco a poco, ahora más  a raíz de la crisis integral en la que vivimos,  el pueblo va asumiendo mayor conciencia del ejercicio racional del derecho al voto y de la expresión del derecho a manifestar sus criterios y preferencias.

En este sentido, debemos preguntarnos hasta que punto, usted y yo, querido lector, observamos y nos comprometemos críticamente con los grandes temas que presiden el escenario público de nuestro tiempo. A veces, los efectos devastadores de la mentalidad intervencionista que invadió Europa como consecuencia de  los verticales y tecnocráticos entendimientos de lo que se entendió por el Estado de Bienestar estático, todavía colean en manos de un Estado que persigue obsesivamente definir las políticas públicas sin contar con la gente y que hasta le dice a la ciudadanía lo que debe o no hacer, cómo si desde las instancias públicas se pudiera tratar a los ciudadanos como súbditos, dependientes o lacayos.

Es paradójico, pero la dimensión estática del Estado de bienestar, la gran conquista social del período de entreguerras, acabó por vaciar la caja de las pensiones a causa de tirar de presupuesto público para ahormar y conformar, a criterio de los dirigentes, la vida social. Por eso es fundamental recuperar cuáto antes la perspectiva dinámica del Estado de bienestar y orientarlo en su acción y quehacer para acabar con las desigualdades sociales y para que de verdad la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales constituyan el centro y la raíz del Estado y de todas las políticas públicas sin excepción.

Por otra parte, no deja de ser preocupante la autenticidad de la vida social en el seno de las comunidades básicas. No deja de llamar la atención, en este sentido, la vitalidad de los principios morales que se ejercen en estas primeras solidaridades que, no lo olvidemos, son los genuinos laboratorios en los que se forjan las cualidades democráticas y las virtudes cívicas que fortalecen la convivencia colectiva.

Por eso, porque tenemos ante nosotros, como en otros momentos de la historia, la titánica tarea de construir de nuevo un Estado solidario, un Estado de bienestar dinámico, hemos de seguir trabajando para impulsa ambientes abiertos, dinámicos, compatibles en los que, por encima de todo, prevalezca la dignidad de la persona humana. Así la democracia será el gobierno del pueblo para y por el pueblo, no el gobierno de una minoría para y por una minoría, cómo lamentablemente acontece en tantas partes del globo. Por supuesto, también cerca de nosotros.

Jaime Rodríguez-Arana

Catedrático de Derecho Administrativo. jra@udc.es