El proyecto europeo, el sueño de aquellos grandes estadistas que alumbraron un espacio de profundo respeto y compromiso por la libertad y la dignidad del ser humano, hoy, en 2012, discurre en otra dirección bien distinta que echa por tierra a aquellas aspiraciones profundamente humanistas y solidarias de los padres fundadores de la hoy Unión Europea.

En efecto, Europa navega en el proceloso mundo de una racionalidad económica y financiera que olvida la misión del viejo continente. Un continente que tiene unas señas de identidad vinculadas al pensamiento y la filosofía, la mejor herencia griega, al derecho, la mejor herencia  de Roma, y a la solidaridad, la mejor herencia de la civilización cristiana. Hoy, sin embargo, la Europa de los mercaderes ha sustituido a la Europa humanista y contemplamos con cierto asombro cómo se imponen los argumentos y razonamientos tecnoestructurales de forma unilateral.
Estos días estamos asistiendo a un debate en la UE realmente clarificador del rumbo por el que vamos a circular los próximos tiempos. Para las autoridades europeas más relevantes, lo importante en el momento de crisis es sencillamente reducir el elevado déficit público de los Estados miembros de la Unión. Es verdad, quien podrá negarlo, que no se debe gastar más de lo que se ingresa y que el recurso al endeudamiento como forma ordinaria de prestación de servicios es un desatino. Sin embargo, dirigir la política únicamente por esta óptica, con drásticos ahorros que suponen un empobrecimiento exponencial de los más pobres, que ven sus salarios reducidos , no es la mejor solución cuándo los bancos no dan créditos a familias y pequeñas empresas y desvían los fondos públicos de los rescates a sanear unos ejercicio inundados de prácticas poco claras.
Es decir, si nos olvidamos de la justicia, de la solidaridad y del sentido de la existencia, para contemplar la realidad únicamente desde la perspectiva de la utilidad o la rentabilidad económica  o de la utilidad financiera, estamos traicionando la identidad de Europa y regresando a tiempos pretéritos en los que, bajo otras fórmulas y categorías, triunfaba una versión unilateral del poder.
Es menester, por tanto, tomar otro rumbo, otro camino en el que equidad y eficiencia sean compatibles. No es posible, porque no es moral, que Grecia tenga reducir estos días el 22%  su salario mínimo y que en los países más pobres de Europa nos veamos abocados a nuevas subidas de impuestos con el fin de satisfacer las exigencias de unos mercados o de una banca que no ha cumplido du función y que ahora, tras estar entre las instituciones más responsables de la crisis, pretenda cobrar unos créditos muchas veces concedidos desde la irresponsabilidad. La senda del pensamiento compatible para regresar al espacio de la eficiencia y de la equidad sería el mejor camino. Se impone, pues, un cambio de tercio para que Europa sea fiel y leal a su historia y a lo que muchos millones de ciudadanos de todo el mundo esperan de nosotros.
Si, por el contrario, continuamos en la hoja de ruta de la racionalidad económica y financiera, seguiremos perdiendo prestigio e influencia en el mundo. Así, mientras que en los años noventa del siglo pasado el 70 % de los países de la ONU apoyaba  a Europa en las votaciones sobre derechos humanos, hoy, 117 de los 192 países de la Organización votan ordinariamente contra Europa. Europa está en presente en todos los conflictos mundiales, envía soldados, manda cuantiosos fondos, pero influye últimamente muy poco, casi nada. Algunos analistas han señalado que la pérdida de hegemonía de Europa en el mundo será sustituida por el eje Washington-Peking, por la alianza entre China Y Estados Unidos.
Pues bien, si analizamos las causa de la pérdida de liderazgo político y moral de Europa en el mundo, no es difícil concluir que lo que está matando al viejo continente es, insisto, la renuncia, tan incomprensible para otros países, a los principios y a las raíces que hicieron de Europa el continente de la lucha por la libertad y la solidaridad, el espacio de la centralidad de la dignidad del ser humana. Hoy, lamentablemente, también por falta de líderes del temple y visión de los Adenhauer, De Gasperi o Schumann, Europa es  el continente más dependiente del consumismo insolidario, el continente en que los valores verdaderamente humanos más se han abandonado. Se matan seres humanos en potencia, a millones, mientras se reclaman políticas natalistas. La compulsión por tener, por comprar, por el dinero, aliena las conciencias de tantas generaciones, también de jóvenes, que se prefieren el paraíso material a la lucha pacífica por los derechos humanos. Y los valores humanos más nobles son sustituidos por la artificialidad de la entrega al pensamiento dominante, a esa racionalidad técnica que robotiza, que, con una edulcorada dosis de buenismo y sentimentalismo dictadas desde las terminales mediáticas del poder, transforma  a millones de personas libres en borregos al servicio de los postulados del nuevo pensamiento único.
En 2012, a pesar de los pesares y de la honda y profunda crisis que tanto nos castiga, Europa tiene ante sí el desafío de recuperar sus raíces: el pensamiento griego, el derecho romano y la cultura cristiana. Si seguimos renunciando al pensamiento crítico, al compromiso con la justicia y a la indisponibilidad de los derechos humanos, seguiremos navegando a la deriva en el tablero mundial. Seguiremos perdiendo pié y tendremos que ocupar el lugar que corresponde a la incongruencia y al miedo a la libertad.
Como siempre, el porvenir son los jóvenes. Ellos son los que pueden iniciar una oleada de inconformismo frente a tanto pensamiento plano, frente a tanta artificialidad, frente a tanto miedo a la libertad y a la verdad. Ellos son los pueden devolver a Europa la ilusión por la extensión y propagación de los derechos humanos en el mundo. También en un momento de aguda crisis como la que vivimos. Ojala que se haga pacíficamente, porque la provocación tecnoestructural de las autoridades europeas es un desafío que se debe resolver con inteligencia y compromiso cívico, con temple ciudadano y resistencia pacífica.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es