La reciente votación en el Parlamento europeo, no vinculante, a favor de reconocer el derecho al aborto como un derecho humano, como un derecho fundamental de la persona, refleja el grado de insensibilidad social al que hemos llegado precisamente en donde se alumbraron con rigor y valentía los derechos del hombre y del ciudadano.
La realidad europea es, a día de hoy, mal que nos pese, la que es: prevalencia de la economía sobre la ética, escasa participación cívica, recortes en políticas sociales, consumismo, baja natalidad, irrupción de movimientos extremistas y crecimiento exponencial de la corrupción. En este contexto, a muchos ciudadanos del viejo continente nos gustaría que el panorama europeo estuviera presidido por los valores comunes procedentes de la centralidad del ser humano que los padres fundadores de la Unión Europea, a quienes hoy se cita tanto como se desconoce, colocaron como los pilares de una integración que debería discurrir por los caminos del humanismo, por la senda de los derechos fundamentales de la persona, por el camino de los derechos humanos, tanto individuales como sociales.
En efecto, cuándo se reconocen estos derechos de manera incondicional, sin interferencias o injerencias del poder, entonces resplandece la dignidad del ser humano y la idea originaria de lo que debería ser Europa brilla con luz propia. Sin embargo, cuando el poder constituido decide sobre la titularidad y el ejercicio de los derechos humanos, la arbitrariedad se instala de nuevo entre nosotros y desaparece la igualdad radical entre los seres humanos. Se transige y se comercia sobre los derechos humanos en función de las exigencias del poder en cada momento y hasta se laminan y silencian los derechos de los más débiles, de los más indefensos, de quienes menos posibilidades tienen de hacer oír su voz.
Los derechos humanos, interesa hoy recordarlo, no son del Estado, no los conceden los gobernantes, son de titularidad humana, nacen con el hombre y la mujer y a ellos corresponde su ejercicio solidario. El poder, todo lo más, y no es poco, debe reconocerlos de forma y manera que se convierten, por ello, en valores superiores que iluminan, guían y orientan al poder mismo y a quienes, por representación del pueblo, lo ejercen. Es decir, el canon de legitimidad del poder hoy reside precisamente en el respeto y promoción de los derechos humanos.
La base de los derechos humanos reside en la dignidad de la persona, del ser humano. Dignidad que, en última instancia, tiene un fundamento abierto salvo que nos instalemos en el inmanentismo, en la contemplación de una realidad que ni se ha dado vida a sí misma ni se agota en su misma cosmovisión. El ser humano es el fin, no es un medio, es la medida de todas las cosas, a quien se ordenan, a quien se condicionan. La dignidad de la persona es de tal calibre y relieve que se yergue omnipotente, todopoderosa y soberana frente a los embates del poder, cualquiera que sea su naturaleza, por cercenarla o, lo que es peor, por ignorarla. Por eso son inviolables, por esos son innegociables, por eso son indisponibles. Si así no fuera se podría comerciar con ellos sin mayores problemas asignándoles un precio, algo que repugna a quienes tienen una clara conciencia de su relevancia y de su capitalidad para la vida de las personas y de los pueblos.
Entonces, en este marco se entiende que exista una referencia superior al propio hombre de la que parten esos derechos que se basan en la esencia del ser humano y de los que nadie puede prescindir. En este sentido, en la doctrina de los derechos del ser humano se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza del ser humano. Y para que esos valores estén protegidos del uso político o partidario interesa que sean incondicionales.
Cuándo se condiciona el derecho a la vida o la libertad en cualquiera de sus expresiones, ingresamos al mundo de la arbitrariedad, de la lucha de los fuertes contra los débiles. Nos instalamos en un ambiente de ausencia de reglas o, en todo caso, en un mundo en el que los poderosos imponen sus designios, cueste lo que cueste, al precio que sea, a los débiles. Condenar de forma tan grosera a la muerte de quien está a punto de ser así lo refleja.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana