El Derecho Administrativo, bien lo sabemos, o camina con paso firme sobre el fundamento seguro del Estado de Derecho, o acaba convirtiéndose, así lo acredita el tiempo, hoy especialmente, en longa manus del poder, cualquiera que sea su naturaleza. Por eso, las nuevas tecnologías tienen un potencial relevante en orden a garantizar transparencia, seguridad, trazabilidad, participación. Pero también pueden convertirse, siniestramente manejadas, en instrumentos de arbitrariedad y dominación, sobre todo de los más fuertes sobre los más débiles e indefensos.
En este sentido, la concepción formal o procedimental del Derecho, de gran prestigio y general aceptación en el Derecho Público, especialmente en el Derecho Administrativo, corre, cuando se entiende al margen de la sustancia, de los valores, un grave peligro. Me refiero a la excesiva ritualización, a la obsesión o idealización del procedimiento, que poco a poco va desnaturalizando el fin al que debe servir: la realización de la justicia. Pues bien, tal tendencia puede combatirse a través de las nuevas tecnologías, siempre que se conviertan, no en fines, sino en medios para la instauración del Estado de Derecho. Para eso, los algoritmos no pueden ser secretos, deben conocerse sus tripas y los efectos de su implementación. Las más variadas expresiones del blockchain y de la inteligencia artificial deben ser usadas de acuerdo con la juridicidad, sirviendo objetivamente al interés general en cada caso y situación en que se empleen.
Las nuevas tecnologías, por supuesto, deben entenderse y realizarse en el marco constitucional. Un marco, el de la Constitución española de 1978, que plasma de forma magistral una serie de valores y principios a los que debe ajustarse el conjunto del Ordenamiento jurídico.
En efecto, en los valores y principios constitucionales reside el espíritu constitucional, el centro de donde procede el dinamismo y las virtualidades de la Constitución. Ese conjunto de valores o de vectores, recogidos tanto en el preámbulo como en el articulado, dan sentido a todo el texto constitucional y deben impregnar el régimen jurídico y el orden social colectivo.
En el preámbulo constitucional, como es bien sabido, se señalan, en primer lugar, la justicia, la libertad y la seguridad como los tres valores constitucionales más importantes. En la idea de justicia late la convicción de que hay algo debido al hombre, a cada hombre, a cada mujer. Por encima de consideraciones sociológicas o históricas, más allá de valoraciones económicas o de utilidad, el hombre, el ciudadano, cada vecino, se yergue ante el Estado, ante cualquier poder, con un carácter absoluto: esta mujer, este hombre, son lo inviolable; el poder, la ley, el Estado democrático, se derrumbarían si la dignidad de la persona no fuere respetada. No puede ser, de ninguna manera, que una concepción mesiánica y finalista de las nuevas tecnologías acaben por doblegar al ser humano ante el imperio de la tecnología. Algo que podría ocurrir, si permitiéramos que las máquinas sustituyan a la discreción humana, a la voluntad de los hombres, en la toma de decisiones esenciales para la vida y la libertad de las personas.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana