Desde hace largo tiempo, la izquierda, que ha seguido a pies juntillas a Gramsci en aquello de la ocupación de la cultura, actúa en el mundo educativo como si se tratara de un coto privado. Por eso cuándo el centro-derecha o la derecha están en el gobierno y tratan de aprobar nuevas leyes en la materia, la calle vuelve a manos de la izquierda para denunciar sin más explicaciones el retorno al elitismo, al clasismo y a los privilegios.
 
La educación con el paso del tiempo  se ha convertido en un servicio público en sentido estricto. Un servicio público en el que la diversidad y la libertad se abren paso con no pequeñas dificultades a pesar de que todos las Constituciones occidentales mandan al Estado que promueva las libertades de las personas, también la de los padres a elegir el modelo educativo de su preferencia para sus hijos.
 
En este contexto de dominio de la izquierda y de publificación creciente de la actividad educativa, hemos de tener presente el declive progresivo de las humanidades y de las ciencias que proporcionan a la persona una de las claves para entender el mundo en el que viven. Además, consiguientemente, la proliferación de los grados en ciencias aplicadas pone el acento en las tecnologías y en los procedimientos, subrayando más el cómo, el procedimiento, que el qué o el por qué. Si a ello añadimos que con no poca frecuencia la dictadura de lo políticamente correcto y eficaz confina al estrecho reducto de la conciencia, de la intimidad, la dimensión trascedente de la existencia humana, entonces podemos coincidir en que, en efecto, el intervencionismo imperante impide o dificulta sobremanera la realización de la libertad, también en el entorno educativo.
 
En este ambiente en el que se proscribe el pluralismo y la educación integral se busca, de una u otra manera, el aborregamiento del pueblo, conduciendo a los ciudadanos, también a los que están en edad escolar,  por el carril único del primado de lo eficaz de lo conveniente. Una doctrina que se resume en prohibido pensar y prohibido moverse. Mejor, prohibido pensar lo que sea políticamente inconveniente, y prohibido moverse más allá de los estrechos límites del control. Así es fácil fabricar en serie ciudadanos adocenados, manipulables, conectados al consumismo insolidario que patrocinan los nuevos sacerdotes del pensamiento único.
 
En definitiva, se trata de producir marionetas al por mayor a las que se insufla desde la tecnoestructura la nueva sabia del individualismo, de la despreocupación por lo público, del gusto por la superficialidad y, sobre todo, del peligro del pensamiento crítico y el favor a la iniciativa y a la asunción de responsabilidades. La educación libre es cada vez más relevante, la promoción de la libertad de enseñanza es cada vez más urgente, la oferta de enseñanzas de ética y de humanidades, también de la religión, es cada vez más importante. Nos jugamos el futuro en ello. Nos jugamos nada menos que la educación integral de las personas, algo muy importante para la salud democrática del pueblo.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.