La tensión entre la libertad y la seguridad en este tiempo está de palpitante y rabiosa actualidad. No sólo porque en la lucha contra el terrorismo internacional es necesario detener a los asesinos. También porque estamos conociendo que determinadas agencias de inteligencia de los EEUU, en solitario o con el auxilio de sus homónimas europeas, han encabezado una ingente operación de espionaje a millones de personas.
El filtrador Snowden, que probablemente haya incumplido su acuerdo de confidencialidad con la NSA norteamericana, acaba de sumarse a un manifiesto por la verdad que estos días publicaba Der Spiegel. Su argumento es irreprochable: decir la verdad no puede ser un delito. Solo faltaría. Que cumplir con un deber moral de este calibre pueda suponer la cárcel es algo que cuándo pasen los años dejará perplejos a nuestros descendientes. Si denunciar la comisión de delitos lleva aparejada la pena de prisión es que algo, y de gran relevancia, falla en nuestro sistema político y social.
El Estado de Derecho a la larga supone que la dignidad del ser humano se yergue omnipotente frente a cualquier intento del poder de pisotearla. Así fue concebido y así está siendo lesionado sin que la ciudadanía, hábilmente edulcorada y narcotizada, reaccione ante tanto desmán y arbitrariedad.
Este manifiesto reclama que la vigilancia sea respetuosa con el derecho a la intimidad y a libertad de las conciencias de las personas. Claro que es posible conciliar libertad y seguridad, intimidad y vigilancia. Se puede hacer pero es más complicado que autorizar masivamente, en general, interceptaciones de llamadas telefónicas o de correos electrónicos. Esta práctica es no sólo ilegal, sino profundamente inmoral. Ilegal porque precisa de la previsión normativa y de la autorización “ad casum” del juez. Y es inmoral, rotundamente inmoral, porque despojar la intimidad o violar la libertad de conciencia es uno de los más colosales crímenes que se pueden cometer en una sociedad abierta, en un sistema políticamente democrático.
Es verdad que en la crisis económica han fracasado también los controles y la vigilancia del Estado. Pero eso no justifica que ahora la vigilancia y la supervisión se produzcan en las condiciones que estamos conociendo. El dogma de tanta intervención como sea posible y tanta libertad como sea imprescindible es propio del pasado. Hoy no se puede justificar de modo alguno como no tiene justificación de ningún género que se pueda espiar a gogó sin límite.
La verdad es que la calidad del Estado de Derecho en que vivimos está bajo mínimos en lo que se refiere a la calidad de la libertad y de la participación. Hoy parte de la sociedad prefiere mirar para otro lado y de vez en cuando, para que no se diga, acudir a algún acto de protesta. Eso es bien conocido por aquellos que están haciendo su agosto en todos los sentidos con este estado de cosas en el que con ocasión y sin ella es menester aprovisionarse de toda clase de sistemas de seguridad. Mientras, el pueblo dormita, no parece que tenga demasiado interés en enterarse de lo que pasa y, si puede, se envuelve en ese consumismo insolidario que hoy tiene tantos seguidores reales, tantas personas que aspiran a engrosar en sus filas. Ni más ni menos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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