El ambiente de tolerancia intolerante que caracteriza el panorama cultural del mundo actual encuentra su expresión más genuina en la discriminación que sufren los cristianos en diversas partes del mundo, también, quien podría imaginarlo, en el viejo continente. Hasta tal punto la situación es grave que nada menos que la OSCE, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, ha tenido que promover una conferencia internacional bajo la rúbrica “Prevenir y combatir la intolerancia y la discriminación contra los cristianos.
La tolerancia es una manifestación de respeto a las ideas ajenas y, sobre todo, a las personas que las profesan. En una democracia las libertades han de ser promovidas y facilitadas desde la sociedad y desde los poderes públicos. Las libertades, sin embargo, tienen límites. Una obra de arte que denigre a un colectivo, los judíos por ejemplo, se convierte  en instrumento de intolerancia. Es decir, como señala el sociólogo italiano Introvigne, no todas las obras de arte críticas hacia la religión son intolerantes, pero algunas sí. La razón es obvia: nunca puede haber una justificación aceptable para el terrorismo o el asesinato, no es legítimo incitar al odio a través del ejercicio de la libertad. Por ejemplo, como recuerda el profesor Introvigne, la película nazi “Süss el judío”, es probable que técnicamente este bien armada, pero si su objetivo es promover el odio y la intolerancia contra los judíos, es inaceptable en un sistema abierto y plural como el que patrocina la idea democrática.
Pues bien, de la intolerancia se pasa automáticamente, como evidencia la historia, a la discriminación. Hoy, como consecuencia del pluralismo religioso posmoderno y de la crisis de las religiones tradicionales, surgen cientos de grupos y colectivos considerados en muchos casos como peculiares e impopulares. Desde luego, cuándo se convierten en sectas que atentan contra los derechos de las personas, el Ordenamiento jurídico debe reaccionar y producir normas que sancionen estas conductas. El problema es que en algunos países, como señala Introvigne en la conferencia de apertura de la conferencia de la OSCE, se confunden los grupos criminales con pequeños colectivos que mantienen posiciones extrañas para la opinión pública  pero que en general son respetuosas con el marco jurídico imperante en el país de que se trate.
Pues bien, la prensa diario nos cuenta como los crímenes de odio se perpetran en África y en Asia. Pero no solo allí. También, aunque sorprenda, y no poco, en el solar europeo los cristianos sufren persecuciones. El Observatorio de la Intolerancia y la Discriminación contra los cristianos de Viena documenta cientos de casos, España no es excepción,  cada año: iglesias profanadas, imágenes destruidas o sacerdotes o monjas atacados. El problema es que la libertad de religión no puede ser sacrificada en nombre de otros derechos por muy importantes que sean. ¿O es que la libertad de protesta o de manifestación puede amparar el ataque a instalaciones de culto?.
Los denominados crímenes de odio contra los cristianos normalmente se minusvaloran, entre otras cosas porque no se denuncian. Son, en buena medida, manifestaciones de que las religiones son coherentes y no ceden ante las presiones ambientales. Es verdad que los cristianos, igual que a su Fundador, saben que sufrir estas situaciones les confirma en la autenticidad de su camino. Pero eso, que es respetable, no impide, de ninguna manera, que el Estado de Derecho reaccione frente a lesiones graves de derechos fundamentales de las personas. Y el derecho a la libertad de religión es uno de ellos, hoy quizás de los más importantes.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana