La calidad de la democracia y de la calidad del gobierno hoy, en tiempos de pandemia, se presenta de nuevo ante nosotros de manera inquietante. Un desafío al que debemos responder desde la raíz: mientras el ser humano no sea el principio y el fin de la acción de los poderes públicos y privados, poco se podrá hacer. Se podrán poner parches, remiendos, pero nada más. Igual que los derechos fundamentales de la persona son individuales y también sociales, hoy las exigencias del pensamiento abierto y complementario invitan a propuestas y formulaciones más equilibradas, más humanas, más éticas. Propuestas y formulaciones que hagan posible que la democracia sirva de verdad para el desarrollo real de las libertades solidarias de las personas. No para consolidar, de forma más o menos sutil, el gobierno de una minoría, por una minoría y para una minoría.
No hace mucho Ulrich Beck comentaba que es necesario reinventar la democracia a nivel transnacional pues muchas decisiones no se toman ya a nivel local, lo que significa que la mayor parte de las medidas que se adoptan presentan peligrosas formas unilaterales. A juicio de este eminente sociólogo fallecido hace pocos años, tenemos que pensar que tipos de elementos de la democracia tradicional se pueden utilizar para que aquellos que toman las decisiones a nivel global sean responsables, sepan que hay controles eficaces y que deben dar cuentas a la ciudadanía de sus resoluciones. Si hoy no se responde en tantas instancias supranacionales sencillamente es porque no hay ante quien responder. Si hoy ciertas decisiones no son controlables, el peligro de la corrupción es evidente. Sin responsabilidad, sin control y sin presencia ciudadana, el sistema democrático es una quimera. Hoy, las palabras irrecurribilidad, irresponsabilidad o inimpugnabilidad en relación con ciertas decisiones globales empiezan a producir lógica inquietud en quienes confían en un sistema basado en el principio de juridicidad, en la separación de poderes y en el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona como principal manifestación de la dignidad del ser humano.
En efecto, si no hay separación entre los poderes a nivel global, porque existe un obvio predominio del poder financiero o del poder ejecutivo, fallan las bases del Estado de Derecho. Si esas decisiones, además, no se confeccionan en el marco de la participación del pueblo, entonces adolecen de una ausencia preocupante de legitimidad y de un preocupante tufo autoritario. Hoy, las fuentes de estas nuevas reglas se reducen a la racionalidad técnica y al “expertise”, despreciando, más o menos sutilmente, el principio de juridicidad. Si a eso añadimos que tampoco existe un poder judicial a nivel global, entonces tenemos que empezar a preocuparnos y diseñar un modelo democrático a nivel global, empezando por los espacios supranacionales, buscando que economía y derecho caminen en la misma dirección. Democratizar la democracia y desmercantilizar el mercado: dos desafíos fundamentales del momento en tiempos de pandemia que Beck supo atisbar tiempo atrás y que sin embargo, por no plantearse desde el humanismo crítico, abren de nuevo las puertas a nuevos populismos y nuevas demagogias tal y como constatamos, también entre nosotros.
En fin, precisamos, a la vista de la forma en que se ha gobernado, y se gobierna, en tiempos de pandemia, reformas de calado que ayuden a que el espíritu y la sabia democrática inspiren y alimenten la vida política y social en nuestro país. Necesitamos medidas regeneracionistas, pero sobre todo, necesitamos que las cualidades democráticas presidan la vida y el comportamiento de los ciudadanos. Si a través de la educación en la escuela y en la familia conseguimos que las nuevas generaciones dispongan de una mayor calidad en el ejercicio de sus derechos y también de un mayor compromiso cívico con la democracia, entonces las cosas empezarán a cambiar. Seguro.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana