Es bien conocida la cita de B. Shaw sobre la libertad: libertad implica responsabilidad: por eso le tienen tanto miedo la mayoría de los hombres. No es, ni mucho menos, un gran descubrimiento señalar que una de las principales características que definen el mapa ideológico y político de este  tiempo es el miedo a la libertad. Y, por contra, un calculado y deliberado apego a los espacios del pensamiento único .  En este ambiente, la censura, la restricción de la libertad educativa, los obstáculos a la libertad científica y tantas otra manifestaciones del ocaso de las libertades encuentran un ambiente perfecto en los dominios del nuevo pensamiento unilateral, estático, cerrado  que parece imponerse entre nosotros. Estos días hemos conocido una sentencia del Tribunal Supremo que confunde libertad de elección de centro con el derecho a la educación confirmando la primacía de un determinado modelo educativo sobre los demás.Asombroso, nada menos que la cúpula del poder judicial bendice la primacía de un esquema educativo sobre los demás.
 
El partido de “lo políticamente correcto”, me planteaba hace bien poco una estudiante en un seminario sobre historia de las ideas políticas, ¿no será el equipo de los conformistas, de los que se definen por un reverencial miedo a la libertad, al pluralismo o al pensamiento abierto, compatible o dinámico?. La pregunta se las trae. Confieso que no es fácil contestarla en pocas líneas aunque intuyo por dónde puede discurrir el principal argumento de tal formación.
 

 

 
Thomas Pavel, profesor en Princeton, advertía recientemente que la “political correctress” trae su causa de un colectivismo particularista heredado de la pasión por la igualdad, en detrimento de la libertad personal. Otra característica de este poderoso fenómeno es la imposición de la discriminación positiva y la tendencia al fundamentalismo, ese fanatismo que tan bien describiera Holmes: “la  mente del fanático es como la pupila de los ojos; cuando más luz recibe, más se contrae”. ¿Por qué?. Porque el fundamentalista o fanático ve con tanta claridad lo que le parece lo único posible que no se explica para qué sirve la libertad.
 
Esta descripción del fundamentalismo recuerda aquella famosa sentencia de Lenin : “libertad, ¿para qué?”, hoy, por cierto, tan del gusto de los dirigentes culturales. Pues libertad para trabajar, para convivir y, sobre todo, para poder elegir con criterio. Libertad para opinar, para expresar las convicciones sin ser discriminado. Libertad, siempre libertad, aunque no nos gusten o convenzan las posiciones de los otros. Es más, en la democracia es menester aprender a respetar las opiniones contrarias, a convivir con quienes no piensan como nosotros, siempre, claro está, con un profundo respeto a las personas, aunque pueda ser intensa la crítica a las ideas
 
En un contexto como el presente, de carril único en tantas cosas, se manipula y orienta la opinión de una manera tan sutil y sibilina, de forma que lo que son profundas actitudes morales son súbitamente condenadas al mundo de lo ultraconservador cuando, a veces y no pocas, responden hasta a un sentir  mayoritario de la población.. Por eso, ¿por qué esa condena de conservadurismo tan frecuente, por ejemplo, a los que defienden el derecho a la vida desde el momento de su concepción?. ¿Por qué se califica de insolidarios a los que proponen el cheque escolar?. Quizás, con el paso del tiempo, los que hoy se denominan a si mismos progresistas, más adelante no sean así considerados,y viceversa.
 
En fin, no se trata de tolerar la libertad, se trata de hacerla posible. De lo contrario, estaríamos atentando contra esa tolerancia que consiste en reconocer en los demás la misma libertad de que uno dispone. Para terminar, siempre es reconfortante la vuelta a los clásicos. Tiberio escribió “en una ciudad libre conviene que la mente y la lengua sean libres”. Y la mente y la lengua son libres cuándo los poderes públicos las facilitan o promueven. No cuándo las limitan o cuándo las laminan con el propósito, confesado o no, de que prevalezca la propia posición..
 
 

             Jaime Rodríguez-Arana

Catedrático de Derecho Administrativo