Una nueva entrega del CIS y de nuevo la corrupción vuelve a crecer como una de las principales preocupaciones de la ciudadanía. No puede ser de otro modo. Desafección, por una parte, y, por otro, alfombra roja al populismo. Y erre que erre, ninguna reforma de calado mientras todo sigue igual o, peor, se anuncian cambios pero para que todo siga igual.
 
En la actualidad  la corrupción golpea con fuerza la credibilidad de las instituciones y la confianza de la ciudadanía en la actividad pública. Es verdad, en el presente la corrupción sigue omnipresente sin que aparentemente seamos capaces de expulsarla de las prácticas políticas y administrativas. Se promulgan leyes y leyes, se aprueban códigos y códigos, pero ahí está, desafiante y altiva, uno de los principales flagelos que impide el primado de los derechos fundamentales de la persona y, por ende, la supremacía del interés general sobre el interés particular.  Ante nosotros, con nuevos bríos y nuevas manifestaciones, de nuevo la corrupción, amparada, es una pena, por una legión de políticos y administradores que han hecho del enriquecimiento económico y la impunidad un modus vivendi prácticamente inexpugnable. En España, el CIS se encarga mes a mes de constatar lo que es un clamor unánime del cuerpo social.
 
La corrupción política, bien lo sabemos, supone un atentado grave a la misma esencia del servicio público en la medida que supone que el funcionario o el político deliberadamente traicionan el sentido de la gestión objetiva de los intereses. En estos casos se produce, por tanto, una conversión del interés general en interés personal. Esa es su malicia y su peligro en un mundo en el que una de las máximas es que las empresas ganen cuanto más dinero mejor en el más breve plazo de tiempo posible y, en el ámbito político, que los partidos obtengan el mayor número de votos por el procedimiento que sea. En ambos casos, el fin justifica los medios y, entonces, todo, absolutamente todo, vale.
 
Si admitimos la existencia de un derecho fundamental de la persona, un derecho humano a una buena Administración pública,  caracterizada por la justicia, la equidad, la imparcialidad y la racionalidad, entonces la perspectiva de análisis de la corrupción va a depender de las posibilidades reales de reacción general de la ciudadanía ante los ilícitos penales y administrativos que se perpetren, por acción u omisión, en la actuación de los funcionarios públicos y autoridades políticas. Este es, me parece, la dimensión fundamental del problema. Si el pueblo no tolera la corrupción, la batalla estará ganada, tarde o temprano. Pero si la corrupción no es más que el reflejo de una sociedad enferma, entonces la medicina no es sencilla y es menester que crezca el temple y cultura cívica de la ciudadanía, al final la destinataria de las políticas públicas.
 
La corrupción también ha sido el resultado, comprobado a lo largo de la historia, de preferir la fuerza al Derecho, de inclinarse ante el poder por encima de la justicia. La idea de que el poder debe estar al servicio de los derechos de los ciudadanos y  de que el poder tiene límites es presupuesto necesario del Estado de Derecho, modelo político y cultural en el que la fuerza y el poder siempre están sometidos al Derecho, al principio de juridicidad, nunca por encima de él.
 
Otra de las causas que más se han tratado como causas de la corrupción es el crecimiento de la discrecionalidad administrativa. La cuestión reside en saber utilizar estos poderes al servicio objetivo del interés general. Con independencia de las técnicas jurídicas, bien conocidas, de control de la discrecionalidad, interesa destacar que la principal arma contra el ejercicio abusivo de la discrecionalidad es la integridad personal. Y, también, por supuesto, la transparencia. Donde reina la transparencia la corrupción es muy difícil que florezca. Muy difícil.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana