Entre 2004 y 2014, según datos de Transparencia Internacional, España ha pasado de ser el país número 22 menos corrupto de una lista de 175 examinada por esta ONG internacional al 38. Aunque parezca mentira países como Botswana o Bután, que ocupan los puestos 31 y 30 respectivamente, presentan registros mejores  en esta materia que  el Reino de España.  Países como Chile, Uruguay también obtienen mejor calificación que nosotros. La palma se la llevan Dinamarca, Nueva Zelanda y Finlandia que año a año, por algo será, cosechan los mejores resultados en este ranking.
Este mes, como es sabido,  el sondeo del CIS vuelve a reflejar una subida de la corrupción en la lista de los principales problemas que preocupan a los ciudadanos. Y conforme se acerquen las elecciones, por obvias razones, volverá a crecer como la espuma, alimentada por la realidad y también, por supuesto, por filtraciones interesadas de quienes ven en peligro su posición como no sea aireando las “debilidades” de sus compañeros de fila.
La corrupción en España es una de las principales causas del desapego y desafección de la ciudadanía en relación con la política y con los políticos, con los negociantes y con el mundo de los negocios. No hay que ser muy inteligente para caer en la cuenta de que esta terrible lacra social está minando los fundamentos del sistema político mientras unos y otros, políticos y financieros en general, no se atreven a proponer y adoptar las medidas que la situación reclama y que la población exige unánimemente.
Hoy, en muchas partes del mundo,  la corrupción es sistémica en la vida política. Por supuesto, si preguntamos a los ciudadanos por la calle encontraremos sensaciones y percepciones de esta naturaleza por mucho que políticos y financieros intenten a toda costa evitarlo. La corrupción sistémica debe entenderse, no como un fracaso de las instituciones públicas de gobierno, sino más bien, y sobre todo, como un sistema funcional del que los políticos echan mano nada menos que para secuestrar los flujos ordinarios de la actividad económica y convertirlos en una auténtica cleptocracia.
La corrupción sistémica, la que hoy inunda tantas instituciones públicas o privadas causa en  las poblaciones tanta indignación que en muchos casos los cambios de gobiernos se producen por esta razón, por el profundo malestar que provoca en los habitantes, que en algunas latitudes dan lugar a fenómenos peligrosos de insurgencia, a veces de signo populista y demagógico,  que lejos de resolver los problemas, en ocasiones los agravan.
En nuestro país, la galopante corrupción que estamos conociendo cada día mina la confianza en las instituciones y provoca un sentimiento de indignación general que seguirá pasando factura en las próximas elecciones.
En fin, la corrupción no solo campa a sus anchas en los países en desarrollo. En España, por ejemplo, la ciudadanía, con razón, está que trina y dispuesta a enseñar la puerta de salida a tantos y tantos políticos como en estos años se han caracterizado por generar espacios de impunidad y por mirar para otro lado mientras se perpetraba una de las más grandes estafas que imaginar se pueda y cuya factura ahora se pretende cargar a las espaldas de quienes nada tienen que ver con ella. Por eso, que se preparen para el varapalo, los que se aprovecharon, y los que miraron para otro lado. Es lógico.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. @jrodriguezarana