Transparencia Internacional acaba de publicar su último informe sobre la percepción de la corrupción. España permanece prácticamente en el mismo lugar, en el puesto 30 de entre 174 países evaluados. Estamos por debajo, por supuesto, de los países nórdicos y por encima de Italia, al mismo nivel que Botswana. Los dirigentes de Transparencia España han destacado la ausencia de formación en esta materia para dirigentes políticos así como la convicción, todavía vigente en amplios ambientes de la Administración pública, de que los procedimientos administrativos siguen siendo de su propiedad y que, por ello, el acceso a la información general es el que es.
 
En estos años, especialmente con ocasión de las elecciones catalanas,  la proliferación de casos de corrupción a lo largo y ancho de la geografía nacional ha disparado las alarmas en los cuarteles generales de los partidos políticos. La reacción ciudadana es de resignación pues aunque no se debe etiquetar a todos los políticos por lo que hacen algunos, la realidad es que el nivel que tenemos es manifiestamente mejorable. Es sabido que los partidos son las instituciones más desprestigiadas  tal y como mes a mes registran las encuestas. En este ambiente, lo que ocurre es consecuencia de la forma de selección de los cargos públicos, de la manera de componer las listas electorales o, si se quiere, de los criterios que se exigen para integrar los cuadros directivos de las juventudes de las formaciones partidarias.
 
La corrupción es un fenómeno universal tan antiguo como el propio ser humano. La conversión del poder público en una suerte de maquinaria de enriquecimiento personal,  o de dominación,  no es algo propio de este tiempo. El uso de los cargos públicos como plataforma para la afirmación personal y la exhibición de la potestad de mando es muy antiguo. El ejercicio del poder para laminar a los adversarios no se ha inventado hoy. El panorama político español está, a día de hoy, sumido en una profunda degradación que empieza a hastiar a no pocos ciudadanos que ven como en plena crisis económica, unos desalmados se dedican a engrosar sus cuentas corrientes con la compra y venta de la información privilegiada, con el tráfico de influencias o, más descaradamente, con sobornos, dádivas y otras obsequiosidades. Han salido varios casos de corrupción que afectan la mayor parte de los partidos del arco parlamentario. Es probable que, si al poder constituido le hace falta, salgan muchos más casos, algunos bien conocidos que están a la espera de que convenga su publicación e investigación.
 
Así están las cosas. Bien está que ahora los partidos pretendan revisar sus “códigos éticos” para endurecerlos y presentarse ante los ciudadanos como instituciones regeneradas. La cuestión, sin embargo, no depende exclusivamente de normas o códigos. Claro que éstas y éstos son bien importantes. Por supuesto. El problema es que junto a las normas y a los códigos, es menester que de verdad se renueven los compromisos democráticos por los dirigentes y representantes  y que los políticos se dediquen al bien público, a la mejora de las condiciones de vida de la gente. No a satisfacer el ego personal, el protagonismo y, tantas veces,  la cuenta de resultados.
 
Desde luego, no es sencillo cambiar el panorama político español. No se hará de la noche a la mañana porque se sabe que la corrupción ha crecido en este tiempo y que no se puede extirpar de un plumazo. Más bien, de lo que se trata es de reconocer ante la ciudadanía que algunas cosas se han hecho mal. Que no pocos se han aprovechado de su posición política. Que es menester evitar que el personal se perpetúe en los cargos. Que hay que dar entrada en las formaciones políticas a quienes puedan aportar experiencia y eficacia en la gestión en lugar de permitir el acceso a quienes vienen a beneficiarse personal y patrimonialmente.
 
Bienvenidos los códigos y las normas contra la corrupción porque así la gente sabe a qué atenerse. Bienvenidos si se cumplen o se hacen cumplir en lugar de mirar para otro lado cuando no conviene su cumplimiento. Y, junto a las normas y a los códigos, ejemplaridad en el servicio a los ciudadanos. Buena cosa sería que los políticos bajaran más a ras de tierra, que se acercaran más a la convivencia con quienes de verdad sufren y están excluidos del sistema. Cuando los políticos se ocupan en serio de los asuntos de interés general, entonces ordinariamente no hay tiempo para la conspiración ni para el uso interesado del cargo público. En cambio, cuando el fin de la actividad política consiste en el cálculo y en la astucia para permanecer en la cúpula como sea, entonces la corrupción, de una y otra forma, con más o menos intensidad, está servida. No es ninguna casualidad que en Cataluña, según encuestas de estos días, nueve de cada diez personas estén convencidos, no de que hay corrupción, de que hay mucha, mucha corrupción.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es