Una vez más, los datos de  un nuevo informe internacional sobre la educación nos colocan ante la cruda realidad. La educación en España, por más que nos pese, es una de las peores de la Unión Europea. Efectivamente, nuestros escolares en ciencias, matemáticas y lectura sólo superan a los alumnos malteses y rumanos. Dos de cada tres niños no saben sumar horas y minutos y el grado de abandono escolar es el que es, uno de los más altos de Europa.
Desde luego, estos resultados traen causa de nuestras leyes educativas. Unas leyes educativas que han tenido un origen bien conocido. Ahora, tras el paso del tiempo, se demuestra que tal legislación es un fracaso y que hay que buscar de verdad a la consecución de un gran acuerdo nacional para intentar salir cuanto antes de las posiciones de cola en la Unión Europea en relación con el desempleo juvenil y el fracaso escolar. Dos  lacras que nos acompañan desde hace algún tiempo y que hacen presagiar un negro horizonte a los más jóvenes, a quienes son el porvenir de nuestra sociedad, a quienes más deberíamos mimar y proteger.
Por lo que se refiere al abandono escolar, los datos de nuestro país son realmente graves y debieran haber estimulado hace tiempo a las autoridades educativas a tomar cartas seriamente en el asunto. Doblamos la media comunitaria con un registro del 31.2 % y triplicamos el objetivo fijado por la UE para 2020. Muchos de estos jóvenes que abandonaron la escuela accedieron a un empleo en el sector de la construcción que, una vez producida la burbuja inmobiliaria, los dejó inermes, sin competencias educativas básicas para encontrar nuevos trabajos. La situación, por los datos que vamos conociendo, persiste y demuestra hasta qué punto algo falla estructuralmente en el sistema educativo y en la educación que se da a los más jóvenes en las familias.
En materia de transmisión de conocimientos y competencias a los titulados universitarios el problema también es importante. Por un lado, la Universidad camina en un ambiente de burocratización que dificulta mucho la oferta de programas académicos adaptados a los nuevos tiempos. Pero también, por otra parte, es inaceptable la dictadura del mercado en orden a formar titulados en serie,  sin conocimientos, competencias y destrezas orientadas a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Disponemos de una proporción de titulados universitarios muy alta, de las más altas de Europa, y, a la vez, registramos unos índices de paro de este colectivo tan altos como que los lideramos.
El diagnóstico es bien conocido. El problema, el no pequeño problema, reside en que es menester proceder a un cambio radical en el sistema educativo. Precisamos más exigencia en el bachillerato en las materias en que somos deficitarios, necesitamos una reforma universitaria que se funde en la calidad y en el reconocimiento de la excelencia y, sobre todo,  en la desburocratización de  una institución hoy desgraciadamente dominada por esquemas de confrontación, de pensamiento bipolar.
Los políticos debieran ser más conscientes de su responsabilidad en orden a establecer, de verdad, un sistema educativo que nos permita, en algunos años, revertir estos dígitos. Finlandia es un buen ejemplo. No podemos seguir más tiempo anclados en este esquema ideológico que tanto daño hace a la iniciativa y a la generación de talento. Ojala también en  este punto los responsables públicos se den cuenta de que no están sólo para calmar las tempestades, que también,  sobre todo,  se espera de ellos que lideren un cambio que lleve a este país a otro ritmo, a otra mentalidad, a otra forma de hacer las cosas. Debieran producirse transformaciones relevantes en esta materia pues no está el horno para bollos y ya sabemos a dónde nos llevaron las viejas políticas. ¿ O no?.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es