La crisis económica y financiera, trasunto de una profunda crisis moral que asola el llamado mundo occidental, tiene también evidentes connotaciones políticas. Sólo hay que acercarse a algún barómetro, sondeo o encuesta sobre la opinión ciudadana en relación con las instituciones, los partidos o las personas que en este tiempo ejercen la política para constatar una percepción que va camino de ser una clamorosa realidad.
En efecto, en el Reino Unido, por ejemplo, los partidos tradicionales llevan tiempo perdiendo a borbotones miles y miles militantes. La abstención, silenciada deliberadamente por las tecnoestructuras dominantes, lidera las preferencias del pueblo como se demuestra en las últimas elecciones italianas. Los partidos que representan a los movimientos extremistas lamentablemente se van asomando en los parlamentos de varios países europeos.
Qué podemos decir, por ejemplo, de la extensión actual de la corrupción, también política. No hay partido que esté libre de numerosos casos a lo largo y ancho de la geografía territorial. En España alcanza proporciones letales que debieran hacer reaccionar a los dirigentes y abrir un proceso de regeneración de amplio calado para recuperar la confianza de la ciudadanía.
No se trata de cambiar normas, de hacer nuevas leyes. El problema de la lucha anticorrupción afecta a las estructura y a las prácticas de los partidos y afecta a numerosos responsables que no son capaces, quizás por adicción al mando, de transitar hacia derroteros más abiertos e incluyentes. Es el caso, aunque no sólo, del acceso de las formaciones partidarias a la democracia interna dando mayor peso y relevancia a militantes y afiliados. Que puedan elegir sin intermediarios a la dirección del partido, que puedan pronunciarse sobre los asuntos que afectan a las ideas que conforman el núcleo del mensaje que se transmite. Que puedan elegir a los candidatos a cargos electos, que puedan llamar a rendir cuentas a los dirigentes y, sobre todo, que sean consultados cuándo, como acontece con frecuencia, la cúpula varía sustancialmente el rumbo de la nave sin apenas explicación alguna.
Con partidos más abiertos, más permeables a la realidad, más pendientes de los problemas de los ciudadanos, la política podría volver a convertirse en lo que debe ser. En este tiempo de crisis, una de las más nobles actividades a que se puede dedicar cualquier ciudadano, la política, debe recuperar su identidad y dirigirse abiertamente a la mejora de las condiciones de vida de las personas. Hoy, sin embargo, comprobamos la cerrazón en que anda sumida. Un aislamiento motivado en parte porque quienes eran meros administradores del poder público se apoderaron de él y terminaron actuando como si fueran sus propietarios.
La crítica, a veces amarga, en ocasiones con ribetes fuertes, es lo más que encontramos en el presente. Y sin, embargo, con ser relevante reconocer que así no podemos seguir, es menester ofrecer alternativas dirigidas a esa gran frase tan manida como ignota: “democratizar la democracia”. De eso se trata.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es