La reciente reforma de la Constitución para dar carta de naturaleza al principio de estabilidad presupuestaria constituye desde luego una medida relevante para mejorar las políticas económicas y financieras de las Administraciones públicas. El reconocimiento en el nuevo artículo 135 de nuestra Carta Magna del principio de equilibrio presupuestario, imponiendo a los Entes públicos que paguen las deudas que asuman ha de traer consigo una nueva forma de entender la gobernanza y una nueva manera de resolver los problemas colectivos de los ciudadanos.
Si en el pasado el Tribunal Constitucional hubiera sido consciente del contenido del artículo 31 de la Constitución, probablemente hubiera podido impedir, con una interpretación rigurosa y sistemática del mismo, que el gasto público galopara a sus anchas, prácticamente sin límites, en todas las Administraciones públicas. En efecto, la equidad y la eficiencia han de ser elementos conformadores de una racional política de gasto público. La realidad, sin embargo, demuestra hasta la saciedad, más en este tiempo, que los Entes territoriales, Autonomías y Entes locales sobre todo, han gestionado, ahí están los datos, con profunda irresponsabilidad y, lo que es más grave, construyendo paraísos estructurales e institucionales que poco o nada han contribuido a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.
En este contexto es lógico que se camine por derroteros de rigor y disciplina y que se sancionen las conductas irresponsables. Por eso el gobierno ha diseñado en la ley de estabilidad presupuestaria un conjunto de sanciones que llegan hasta la intervención financiera de la Comunidad Autónoma siguiendo la metodología comunitaria europea. Igualmente, el derecho penal y el derecho administrativo, según la naturaleza del ilícito, impondrán penas y sanciones cuándo los dirigentes hayan acreditado deliberación o simple lesión de la norma. Es decir, quienes despilfarren o malgasten los fondos públicos, que respondan de ello.
Sin embargo, el gran problema que todavía aqueja al sistema económico español es el profundo despilfarro que todavía presenta la política subvencional así como la existencia de numerosos entes, empresas, sociedades, entes instrumentales de capital público, innecesarios, que sobreviven para dar cobijo económico a fieles y adeptos a la causa. Por eso es prioritario desmantelar este entramado porque, de lo contrario, si perviven, la ciudadanía, que cada vez vive en peores condiciones, encontrará sólidos fundamentos para seguir distanciándose de los políticos, y eso es grave y preocupante.
Es urgente un análisis crítico de todas las subvenciones y un estudio riguroso de los entes públicos que están de más en el sistema. Partidos y sindicatos, que vivan de las cuotas de sus militantes, así como las organizaciones patronales y los colegios profesionales. En Europa, singularmente en España, el Estado de bienestar, ideado para realizar políticas orientadas a la mejora de las condiciones de vida  de todos los ciudadanos, se ha estancado porque en la caja común no hay fondos para mantener a tantas estructuras y a tantos políticos.
En épocas de crisis como la actual es menester emprender reformas que en otros momentos sería más difícil de implementar. Ahora, que conocemos el mal que nos aqueja, que tenemos un buen diagnóstico de la situación, la oportunidad para proceder a sustituir los viejos pilares del edificio por otros más sólidos, se nos antoja una necesidad histórica. Si sólo nos dedicamos a ir poniendo un parche detrás de otro, llegará un momento en que el sistema  colapse completamente. A tiempo estamos de proceder, cuanto antes, a la urgente reforma del sector público. Una reforma que se retrasa sin justificación alguna.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es