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Los recientes acontecimientos acontecidos en el Capitolio de los EEUU, en un tiempo de pandemia, de grandes cambios, nos invitan a reflexionar seriamente acerca de la democracia. Un sistema político que se funda en el control del poder y en la participación de los ciudadanos en la vida política. El control, bien lo sabemos, si somos sinceros, hoy es una quimera en muchas latitudes pues quien tiene el poder admite, como mucho, controles formales y, por supuesto, tener parte en la designación de los controladores. Y la participación real del pueblo es la que es, en tantos casos reducida a mínimos ante el mal ejemplo general de la llamada clase política durante estos años.
Es verdad, quien podría dudarlo, que el sistema de representación parlamentaria está enfermo, incluso, como se ha afirmado, gravemente enfermo. El capitalismo, como el socialismo, igualmente, también presentan síntomas preocupantes. Sin embargo, a pesar de ello, una vuelta al comunismo o la nacionalización como métodos de resolución de los problemas no parece que sea lo mejor para el bienestar de los ciudadanos. Tampoco otorgar a un mercado sin control el papel central es la solución,ni mucho menos.
Apelar a la democracia directa como única forma de democracia tampoco parece que sea la más apropiada medicina. Rectificar el rumbo, corregir los excesos, que los ha habido y no pocos, es la tarea del presente. Una tarea, sin embargo, que por alguna sorprendente razón no termina de arrancar con la fuerza y potencia que serían menester. Sin embargo, tras el auge de los populismos de uno y otro signo y de la demagogia que los acompaña, no queda más remedio que iniciar un inteligente proceso de democratización profunda de nuestro sistema político, en el que los partidos, y sus dirigentes, se conviertan a la transparencia y a la rendición de cuentas, al servicio al pueblo y a la defensa, protección y defensa de los derechos fundamentales de las personas. Algo que, sin embargo, a juzgar por lo que acontece, está lejos, bastante lejos de llegar.
En sentido reformista, hay que revisar el funcionamiento de algunas instituciones para garantizar un mercado razonable, equilibrado, en el que los beneficios, que en sí mismos son legítimos, no se conviertan en el único, primario y exclusivo fin de las empresas. Igualmente, la democracia como régimen político también precisa de reformas. Reformas que le devuelvan su sentido originario de manera que efectivamente se convierta en el gobierno del pueblo, por y para el pueblo. El protagonismo de las cúpulas de los partidos, y de quien ocupa el vértice, están agostando un sistema político y social que tiene en la participación ciudadana y en control y limitación del poder sus principales señales de identidad.
Por eso, mientras la situación no cambie, los partidarios de la democracia directa, los populistas, encontrarán el campo abonado, y de qué forma, para sus reclamaciones, para sus reivindicaciones que, en buena medida, plantean el regreso de las tiranías, de los esquemas autoritarios. Lo acontecido estos días en EEUU es un buen ejemplo de las consecuencias que se ciernen sobre el sistema político sino se cambian métodos, procedimientos, estructuras y conductas, si no se trabaja a favor de la necesaria democratización que el sistema precisa.
Si no hacemos nada y nos quedamos contemplando lo que pasa, pronto llegarán los nuevos autoritarismos, algunos ya en el poder, y entonces nos lamentaremos de haber preparado el terreno al populismo y su compañera de viaje: la demagogia. Es tiempo, pues, de reformas. Pero de reformas de calado, de fondo, no de simples parches. La pregunta es , ¿serán capaces los actuales actores y protagonistas del espacio público de emprender estas reformas? .
Jaime Rodríguez-Arana.
@jrodriguezarana