La deuda pública acumulada del reino de España, a día de hoy, es de 965.000 millones de euros, el 93.7% del PIB. Es decir, el Estado debe abonar, para hacer frente a los intereses y a la amortización de la deuda, la friolera de 200 millones de euros diarios. Son, desde luego, datos muy, pero que muy preocupantes que, sin embargo, tienen unas causas bien fáciles de establecer. Primera, el recurso a la deuda como forma habitual de financiación de servicios públicos crecientes durante décadas. Segunda, un aparato público irracional seguido de una política subvencional diseñada para el control y la manipulación social por parte de los dirigentes públicos. La cuestión es cualitativa, no cuantitativa. Es el modelo lo que debe cambiar, no aspectos puntuales del viejo esquema.
 
La Constitución, para quien la quiera leer, dice desde 1978 que el gasto público se asignará con criterios de equidad y se realizará atendiendo a la economía y a la eficiencia. La realidad, empero, nos ha demostrado hasta el paroxismo, que el gasto público se ha concebido como algo casi infinito, no como un concepto limitado y orientado al servicio objetivo de los intereses generales. Más bien, desde hace varias décadas los responsables, mejor irresponsables públicos, al menos en este capítulo, han actuado como si el gasto público fuera la panacea para resolver todos los problemas, importando poco, o nada, si los presupuestos alcanzaban para atender esas expansionistas políticas públicas concebidas exclusivamente para el control y manejo de la sociedad por parte de los miembros de la tecnoestructura, a una u otra orilla, igual da. Si el presupuesto era insuficiente para tal propósito, y era menester colocar allegados y afines, se acudía al recurso de la deuda, que era convenientemente autorizada. Es decir, nada de eficiencia, nada de austeridad. Hemos vivido como si fuéramos nuevos ricos y como si levantar y construir organismos públicos y diseñar programas de subvenciones no tuviera fin.
 
En este sentido, ahora es ya un tópico, el modelo autonómico se orientó hacia la lógica estatal y replicó, institución a institución, la estructura del Estado- Nación, batiendo, a los pocos años, todos los récords habidos y por haber. Y no es que el modelo autonómico sea un mal esquema. Todo lo contrario, es una gran solución para la realidad plural y diversa de España. El problema es que las instituciones de autogobierno, en lugar de adecuarse a los intereses públicos propios de cada Autonomía, han discurrido, en términos generales, por los derroteros de la ineficiencia y en tantas ocasiones por el despilfarro. Construimos un árbol tan frondoso y le salieron tantas ramas que al final no se ve el bosque. Tanta estructuración pública acabó por complicar todavía más la maraña administrativa que tanto se criticaba del modelo anterior.
 
Igualmente, se debe revisar y adelgazar de manera intensa la política subvencional. En efecto, el modelo estático del Estado del bienestar ha traído consigo, también en este punto, grandes males. La subvención, en efecto, pensada para liberar las energías sociales latentes en actividades dirigidas a promover el interés general, se ha convertido en un fin. Un fin al servicio del control social. Un fin dirigido a narcotizar toda una sociedad que, en lugar de estar erguida y trabajando desde las más variadas situaciones, se ha intentado, con éxito, domesticar a través de toda clase de auxilios, dádivas y subvenciones. Ahora muchos ciudadanos lo esperan todo del Estado.
 
Tiene gracia que se presente como positivo que ahora nos financiamos más barato en los mercados aunque aumente exponencialmente el dinero que hemos de tomar prestado para salir adelante. La cuestión,  insisto, no es cuantitativa, es cualitativa. Mientras no se decida redefinir la estructura pública de este país en función de las personas seguiremos endeudándonos y gravando irresponsablemente las condiciones de vida de las futuras generaciones.
 
En estas condiciones, el presupuesto se lleva por delante no pocos miles de millones de euros para pagar una deuda que han contraído una serie de políticos que, desde hace tiempo, manejaron los fondos públicos con una irresponsabilidad supina. Por eso, además de pedir cuentas  a quienes durante estos años han tomado decisiones en esta dirección empobreciendo a los españoles y cargando sobre sus espaldas una pesada losa que van a sufrir varias generaciones
Las cosas deben cambiar, y mucho, en todos los sentidos. No se trata de reformas puntuales o parciales. Si queremos legar a las nuevas generaciones un futuro esperanzador, es menester trabajar sobre las causas de tan profundo desaguisado. Y eso exige, qué le vamos a hacer, un drástico e inédito recorte de las estructuras públicas. No se trata, ni mucho menos, de acabar con las Autonomías. Más bien, se trata de diseñar un nuevo esquema organizativo público de Estado y Entes autonómicos diseñado en función de las necesidades de las personas, no de las apetencias de poder y supervivencia de esa legión de miles y miles de adeptos y afines que viven, algunos opíparamente, del presupuesto público. Nada más y nada menos.
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es