La deuda pública acumulada del reino de España, a día de hoy, alcanza ya el 98.4% del PIB. Es decir, la deuda supera ya la mítica cifra del billón de euros. Una deuda que en buena medida repercutirá, y de qué manera, sobre las condiciones de vida de millones de españoles que dentro de unos años deberán afrontar sin quererlo ni beberlo.
Todo porque un grupo de personas, por supuesto sin consulta alguna al pueblo, han decidido espetar semejante cantidad de dinero a las nuevas generaciones. Todo por mantener un conjunto de estructuras políticas y administrativas tan superfluas como agencias de colocación de afines y adeptos a la causa partidaria.
 
La Constitución, para quien la quiera leer, dice desde 1978 que el gasto público se asignará con criterios de equidad y se realizará atendiendo a los principios de economía y  eficiencia. La realidad, empero, nos ha demostrado hasta el paroxismo, que el gasto público se ha concebido  casi como algo  infinito, no como un concepto limitado y orientado al servicio objetivo de los intereses generales. Más bien, desde hace varias décadas los responsables, mejor irresponsables públicos, al menos en este capítulo, han actuado como si el gasto público fuera la panacea para resolver todo cuanto problema aparecía en el horizonte, de personal o de gasto corriente. En esta creciente y alucinante orgía financiera importaba poco, o nada, si los presupuestos alcanzaban para atender esas expansionistas políticas públicas concebidas exclusivamente para el control y manejo de la sociedad por parte de los miembros de la tecnoestructura. Si el presupuesto era insuficiente para tal propósito, y era menester colocar allegados y afines, se acudía al recurso de la deuda, que era convenientemente autorizada. Es decir, nada de eficiencia, nada de austeridad. Hemos vivido como si fuéramos nuevos ricos y como si levantar y construir organismos públicos y diseñar programas de subvenciones no tuviera fin.
 
En este sentido, ahora es ya un tópico,  se constata que el modelo autonómico se orientó hacia la lógica estatal y replicó, institución a institución, la estructura del Estado- Nación, batiendo, a los pocos años, todos los récords habidos y por haber. Y no es que el modelo autonómico sea un mal esquema. Todo lo contrario, es una gran solución para la realidad plural y diversa de España. El problema es que las instituciones de autogobierno, en lugar de adecuarse a los intereses públicos propios de cada Autonomía, han discurrido, en términos generales, por los derroteros de la ineficiencia y en tantas ocasiones por la senda del despilfarro con el fin de dar cobijo, si era de por vida mejor, a afines y adeptos a la causa, fuera esta de uno u otro color político. Construimos un árbol tan frondoso y le salieron tantas ramas que al final no se veía, ni se ve, el bosque. Tantas y tantas estructuras  públicas acabaron por complicar todavía más la maraña administrativa que tanto se criticaba del modelo anterior. Es más, el entramado de entes, órganos, sociedades, agencias y empresas públicas es tan frondoso que no es capaz ya de atender como cabría esperar a los ciudadanos porque se ha utilizado a las personas como expediente para un crecimiento exponencial de organismos y corporaciones que se convirtieron en la gran panacea para el acomodo de legiones y legiones de personal de confianza política. No hace mucho, a pesar de la cantidad de instituciones sanitarias como existen a nivel autonómico, tuvimos que desayunarnos con la muerte de una persona del condado de Treviño a la que no se envió la ambulancia que su situación requería tras una polémica interadministrativa acerca de que Administración debía resolver una emergencia en materia de sanidad.
 
Tiene gracia que se presente como positivo que el Reino de España ahora se financia  más barato en los mercados aunque aumente exponencialmente el dinero que hemos de tomar prestado para salir adelante aumente cada mes. La cuestión,  insisto, no es cuantitativa, es cualitativa. Mientras no se decida redefinir la estructura pública de este país en función de las personas, de sus habitantes, seguiremos endeudándonos y gravando irresponsablemente las condiciones de vida de las futuras generaciones. Algo que no es baladí y que debiera estar en el frontispicio de las decisiones públicas que se adoptan en esta materia.
 
Las cosas deben cambiar, y mucho, en todos los sentidos. No se trata de reformas puntuales o parciales. Si queremos legar a las nuevas generaciones un futuro esperanzador, es menester trabajar sobre las causas de tan profundo desaguisado. Y eso exige, qué le vamos a hacer, un drástico e inédito recorte de las estructuras públicas para redefinirlas en función de las verdaderas necesidades generales de los ciudadanos. No se trata, ni mucho menos, de acabar con las Autonomías. Más bien, se trata de reforzarlas  diseñando entre todos  un nuevo esquema organizativo público del Estado y de los Entes autonómicos en función de las necesidades de las personas, no de las apetencias de poder y supervivencia de esa legión de adeptos y afines que viven, algunos opíparamente, del presupuesto público, mientras tantos españoles ven cada mes como empeoran sus condiciones de vida.
 
En esta materia,  grave y delicada donde las haya, pues se decide sobre el dinero que los españoles entregamos vía impuestos para que se destine al servicio objetivo del interés general, debiera ponderarse si la ciudadanía está de acuerdo en que se graven de tal manera las condiciones de vida de las futuras generaciones. Es el mismo caso que el del destino de miles de millones de euros para salvar el sistema financiero. ¿Por qué a los españoles no se nos consultan este tipo de decisiones que tanto inciden en nuestras condiciones de vida?. ¿Por qué se maneja el dinero público sin tener en cuenta la opinión de sus verdaderos dueños?. ¿No es hora ya, como están haciendo en Italia y Francia, por ejemplo, con las salvedades del caso, de tomar decisiones a la altura de las necesidades colectivas de los ciudadanos?.
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es