Los datos de la deuda pública española son ciertamente alucinantes. El reino de España tiene una deuda pública que alcanza ya el 98.4 % del PIB, más de un billón de euros.
Se mire como se mire es  una cifra que refleja a las claras el sentido de responsabilidad de tantos dirigentes de la cosa pública que en los niveles nacional, autonómico y local, han destacado precisamente por una manirrota capacidad de gestión o administración de los fondos del común. Y, además por una nula sensibilidad hacia la solidad intergeneracional.
4.000 municipios, según parece, no son viables económicamente, la mitad casi de los Entes locales de toda España. Por eso ya se inician, aunque tímidamente, procesos de fusiones municipales. Es menester suprimir una parte muy relevante de las 4.000 empresas, sociedades, compañías y fundaciones públicas que inundan la geografía española. Existen todavía una infinidad de estructuras e instituciones públicas innecesarias que se crearon únicamente para loa y alabanza de los nuevos señores de las Autonomías, algunos más pendientes de conformar pequeños Estados a su imagen y semejanza que de resolver los problemas colectivos de sus ciudadanos.
La deuda pública es de tal calibre que la farmacopea necesaria para reconducir la situación a parámetros razonables implica una honda y profunda transformación. Con parches o medidas puntuales no se arreglará el problema. La tipificación de  conductas de negligencia o irresponsabilidad en el manejo de los fondos es necesaria pero insuficiente. Es necesario trabajar sobre los fundamentos del modelo y actuar sobre las bases culturales de la democracia para apuntalarla de verdad. Mientras sigamos inmersos en un mundo en el que el ansia de poder o de dinero sean los motores de la vida de no pocas personas, estas conductas seguirán en el candelero, de una u otra forma
Es menester proceder, de forma consensuada, como hicieron los alemanes, a una reforma de la Constitución para, tras más de 30 años de andadura, actualizar el modelo autonómico, un gran alumbramiento  político e institucional de los constituyentes de 1978, a la realidad. Es posible delimitar con más precisión las competencias de los Entes territoriales, es recomendable  una mejor regulación del principio de cooperación. Y sobre todo, es posible una nueva forma de entender el ejercicio de la política que piense más en los ciudadanos y menos en  el mantenimiento y conservación del poder como sea.
En este contexto, sobran muchos cargos públicos, las familias y pequeñas y medianas empresas precisan de créditos para salir adelante, otro modelo educativo es posible. En fin, que hacen falta muchas reformas, pero reformas a fondo, de verdad, no reformas para que todo siga igual. Reformas para que esa tecnoestructura que gira en torno a los banqueros, a los dirigentes políticos y a los medios de comunicación se convierta a la democracia y asuman, que difícil debe ser,  que el gobierno es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no de esa minoría que gobierna para sí misma usando al pueblo para mantener, o acrecentar, su egregio dominio. Esa es la cuestión. Una cuestión de siempre que hoy necesita, a través de la búsqueda de entendimientos sinceros, plantearse seriamente si es que queremos  que las cosas cambien de verdad, no vaya a ser que nos quedemos en reformarlo todo para que, al final, todo siga igual. Algo que la historia demuestra hasta la saciedad que es la tónica normal de tantos cambios, de tantas reformas, de tantas transformaciones.
Si creemos en la solidaridad intergeneracional y queremos que este país salga adelante y vuelva al lugar que por derecho propio le corresponde, precisamos de reformas profundas, de transformaciones hondas que renueven el orden político, económico y social. Y para eso es menester, además de una constante pedagogía política, tomar el toro por los cuernos, asumir los riesgos que  merece la mejora de las condiciones de vida de los demás, y actuar en consecuencia. Justo lo que no se hace. En unos casos por pavor a errar, en otros por cálculo y supervivencia política. Claro, así nos van las cosas y así se las vamos a dejar a los españoles del futuro, que tengan que soportar bajo sus espaldas una deuda de colosales dimensiones como la que ya tenemos en este momento. Un billón de euros.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es