La crisis general que sacude con fuerza buena parte de la llamada civilización occidental encuentra en la familia el principal dique de contención. Por una parte porque, en su seno se realizan cualidades solidarias y generosas que permiten a los más frágiles la ayuda y protección necesaria. Y, por otra, porque la institución familiar es una garantía de estabilidad en un mundo en constante transformación como el que vivimos. En efecto, como recordaba no hace mucho Giovanni Sartori,  la familia es “un precioso dique de resistencia contra una modernización demasiado nivelada y triturada”.

 
Esta afirmación es confirmada estos días con motivo de la publicación de una serie de datos procedentes de un estudio de la consultora francesa AIS Group sobre las remesas de efectivo realizadas entre familias españolas que viven en domicilios distintos. El montante de esas ayudas ascendió, entre 2012 y 2013, a 350 millones de euros.
 
Es decir, casi 700.00 familias destinaron algo más de 500 euros para ayudar a otros parientas en año pasado. De este estudio se desprende un dato para la reflexión: en España hay cerca de 680.000 hogares sin ningún ingreso, el 3.8 % de las familias españolas. Son hogares que precisan de la ayuda de sus parientes para sobrevivir en este tiempo tan convulso.
 
En efecto, si hay una institución básica y fundamental para el desarrollo integral y equilibrado de la persona, esa es la familia. Por supuesto, en el contexto familiar se adquieren las más elementales cualidades democráticas y donde se aprenden las más elementales actitudes solidarias como la ayuda a los parientes necesitados.
 
¿Por qué la familia es de las pocas instituciones que ha resistido, los embates de la historia?. ¿Por qué será que, a pesar de sus luces y sus sombras,  sigue siendo la mejor escuela de valores y el entorno en que mejor se aprende a preocuparse por los demás?. ¿Por qué será que la familia es el mejor laboratorio de sensibilidad social?. Porque, entre otras cosas, hasta ahora no se conoce mejor entorno de humanización de la realidad.
 
En el escenario familiar se trabaja a favor del entendimiento, con mentalidad abierta y en un marco de profunda sensibilidad social. Sin embargo, el pensamiento único que se vuelca sobre el individuo como principio y fin de la realidad, la autoconciencia de uno mismo sin atisbos de relación hacia el exterior y, sobre todo, el egoísmo imperante como consecuencia del individualismo que subyace al discurso moral actual, lucha denodadamente por desnaturalizar la familia hasta ponerla al servicio de una determinada concepción del hombre, cerrada, unilateral, plana y sin capacidad de generar ambientes de equilibrio y de creciente humanización de la realidad. Los enemigos de la familia tratan de imponer un determinado modelo en función de aspiraciones individuales que impiden que la célula básica de la sociedad continue su función de perpetuadora de la especie humana.
 
Ciertamente, el tiempo que nos ha tocado en suerte se caracteriza por una excesiva valoración del individuo desconectado de la realidad. Por eso, me parecen de gran interés, y actualidad, las aproximaciones que nos recuerdan que todo individuo es miembro de diversas comunidades e instituciones entre las que la familia es de las más importantes, y en las que se actualiza la libertad personal. En este sentido, uno de los pensadores más congruentes, el catedrático de sociología Amitai Etzioni, nos dice que “para que la exclusiva persecución de intereses privados no erosione el ambiente social, el individuo debe compartir, y en ocasiones someter sus intereses privados a los intereses de las comunidades a las que pertenece”. Así, de esta manera, cuándo la tempestad arrecia, la familia se erige, lo estamos viendo, en el principal muro de contención. Y eso que tantos  gobiernos que tienen miedo a la realidad se empeñan, por activa, pasiva y perifrástica, por potenciar ambientes y espacios de inestabilidad. Que gran error.
 
 
 
 
 
 

Jaime Rodríguez-Arana

Catedrático de Derecho Administrativo