El protagonismo del Estado o del mercado ha sido el gran tema del debate económico del siglo XX. Y, por lo que se ve, también de XXI. En efecto, ya desde principios de siglo XX encontramos el célebre trabajo de Enrico Barone publicado en el Giornale Degli Economisti (1.908): «El ministro de la producción en un Estado colectivista», a partir del cual comienza un amplio despliegue de estudios de los teóricos de la economía sobre la racionalidad económica de una organización socialista como los de Wiesser, Pareto y sus discípulos. La crisis económica que sigue a la Primera Guerra Mundial pusoen tela de juicio el pensamiento capitalista y alimentó formas intervencionistas que el economista Mandilesco se encargaría de configurar económicamente. De igual manera, tanto el New Deal de Roosevelt como la encíclica «Quadragesimo anno» se mostraron críticas hacia el capitalismo.

Los planteamientos intervencionistas de Keynes o Beveridge trajeron consigo, tras la Segunda Guerra Mundial, un acercamiento a la planificación del desarrollo o a una política fiscal redistributiva. En verdad, la época de la prosperidad de 1.945 a 1.973 mucho ha tenido que ver con una política de intervención del Estado en la vida económica. Quizá porque entonces la maltrecha situación económica que generó la conflagración no permitía, porque no se daban las condiciones, otra política económica distinta.

Al amparo de esta construcción teórica, aparece el Estado Providencia (Welfare State) que asume inmediatamente la satisfacción de todas las necesidades y situaciones de los individuos desde «la cuna hasta la tumba». Es un modelo de Estado de intervención directa, asfixiante, que exige elevados impuestos y, lo que es más grave, que va minando poco a poco lo más importante, la responsabilidad de los individuos. El Estado de Bienestar que ha tenido plena vigencia en la Europa de «entreguerras» es, como es bien sabido, un concepto político que, en realidad, fue una respuesta a la crisis de 1929 y a las manifestaciones más agudas de la recesión.

Ciertamente, los logros del Estado del Bienestar están en la mente de todos: consolidación del sistema de pensiones, universalización de la asistencia sanitaria, implantación del seguro de desempleo, desarrollo de las infraestructuras públicas. Afortunadamente, todas estas cuestiones se han convertido en punto de partida de los presupuestos de cualquier gobierno que aspire de verdad a mejorar el bienestar de la gente.

Sin embargo, el Estado providencia, en su versión clásica y estática, ha fracasado en su misión principal de redistribuir la riqueza de forma equitativa, hasta el punto de que tras décadas de actividades redistributivas no sólo no han disminuido las desigualdades, sino que, por paradójico que parezca, han aumentado la distancia entre ricos y pobres. Estas desigualdades han generado grupos de población excluidos y marginados de la sociedad y no sólo debido a circunstancias económicas, sino también a causa de su raza, su nacionalidad, su religión o por cualquier rasgo distintivo escogido como pretexto para la discriminación, la xenofobia y, a menudo, la violencia. Hoy lo experimentamos, en uno países más que en otros, sin que la razón y la moderación puedan, por el momento, contener un populismo hábilmente conducido por los extremos, de un lado y el otro.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana