Las causas de la crisis económica y financiera que asola al mundo occidental empiezan a estar cada día más claras. Por un lado, nos encontramos ante una colosal operación de endeudamiento público provocada por una irresponsable y clientelar forma de gestionar los fondos públicos. Por otro, descontando la elevada deuda privada existente, ahora somos más conscientes de los episodios de manipulación, falsedad y ocultamiento que presidieron la praxis de algunas de las más rutilantes instituciones financieras. También hemos de considerar que los entes públicos de control, vigilancia y supervisión, no pocas veces fueron capturados, y de qué manera, por una más que descarada corrupción. Finalmente, nosotros los ciudadanos, que seguimos, ahora menos, narcotizados bajo los efectos de ese consumismo insolidario inoculados desde las diferentes tecnoestructuras, cedimos a la tentación de una vida regalada por los múltiples créditos que las entidades financieras se encargaron de ofrecernos con ocasión y sin ella.

En este contexto, se acaban los fondos públicos, la deuda adquiere magnitudes insostenibles y los gobiernos empiezan a ser consciente del desaguisado. Entonces, en lugar de eliminar las innecesarias estructuras que han surgido al calor de esa intervención pública creciente que alimentó el Estado de bienestar en su versión más estática y clientelar, los gobiernos, que prefieren mantener dichas organizaciones y entidades a como dé lugar, cargan las tintas contra los ciudadanos. En efecto, el grueso de los ajustes y recortes a que nos someten estos gobiernos, más del 70% de subidas de impuestos, reducciones de suelos a los funcionarios y bajadas de las pensiones y prestaciones sociales, son de cuenta de los ciudadanos. Mientras tanto, las subvenciones a partidos y sindicatos descienden de forma simbólica a la vez que se afianzan los sistemas y métodos de penetración y manipulación social.
Esta es la gran estafa. Obligar a los ciudadanos a mantener esta colosal maquinaria de control social desde el poder público. Esta es la gran pregunta que muchas personas se plantean ¿Por qué no se desmantela de una vez por todos esa poderosa organización pública tan innecesaria como superflua que, además, impide que el gobierno sea lo que debe ser?. ¿Cómo es posible que a los seis meses de la llegada al gobierno todavía pervivan esas 3000 empresas públicas que arrojan 55.000 millones de euros?.
Es verdad que las circunstancias, quien lo podrá negar, modulan el ejercicio de los principios. Pero si éstos se desnaturalizan, o se abandonan bajo la dictadura de las circunstancias, la incoherencia y el pragmatismo se hacen presentes y el desconcierto cunde en una ciudadanía que esperaba más, mucho más, del nuevo gobierno. Claro que es posible, y deseable, que se mantengan principios y convicciones, aún en los momentos difíciles. En la disyuntiva de reducir el déficit, un gobierno de corte liberal, bajo la máxima de tanta libertad como sea posible y tanta intervención como sea imprescindible, buscará la forma de recortar los gastos bajando los impuestos. Así se hizo en 1996 y sabemos con qué resultados.
No se puede ocultar que Zapatero y sus muchachos engañaron a un gobierno que alabó sorprendentemente la manera en que se realizó la transferencia de poderes. Algo, por otra parte previsible y que debió haberse tenido en cuenta dada la contextura moral de la acción del anterior  poder ejecutivo. Sin embargo, castigar a los funcionarios con bajadas de sus retribuciones, subir los impuestos o recortar las prestaciones sociales de los más desfavorecidos, son medidas realmente extraordinarias. Medidas que si fueran acompañadas de una honda y radical reducción del aparato público, eliminando cargos públicos y directivos de empresas públicas innecesarias, serían justificables y hasta razonables. Pero cuándo se castiga a la población de esta flagelante manera para mantener estructuras elefantiásicas y cobijar a tanto privilegiado sin justificación alguna, entonces estamos en presencia de  la gran estafa. Una gran estafa que lamentablemente provoca y alimenta desórdenes y altercados de los que se beneficiarán, qué duda cabe, los de siempre.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es