Tanta intervención como sea imprescindible y tanta libertad solidaria como sea posible es una famosa máxima que se hizo célebre entre los profesores de la Escuela de Friburgo a mediados del siglo pasado. En realidad,  el fin del Estado reside en el libre y solidario desarrollo de las personas. Y para ello el Estado ha de asumir este compromiso cuándo las instituciones e iniciativas sociales no sean capaces de ayudar a los individuos a su libre y solidaria realización.
 
El problema de la técnica del servicio público para estos menesteres reside en que las actividades objeto del servicio público son de titularidad pública, algo que no se puede predicar, por ejemplo, de la educación o de la sanidad, que son derechos fundamentales de la persona y, por ende no deben ser calificadas como de ámbitos de titularidad pública. En cambio, bajo la técnica de la “ordenatio”, de las autorizaciones, licencias o permisos, las cosas caminan por otros derroteros puesto que en estos supuestos se trata de regular actividades privadas, de los ciudadanos, que son de interés general.
 
En efecto, el Estado, en virtud de la subsidiariedad, tiene, por su propia estructura y esencia, la superior tarea de garantizar el pleno, libre y solidario ejercicio de los derechos. Se trata de un cometido supremo de la instancia estatal que no se agota con la existencia de un orden normativo dirigido a hacer posible el cumplimiento de esta obligación, sino que comporta la necesidad de una conducta gubernamental que asegure la existencia, en la realidad,  de una eficaz garantía del libre y pleno ejercicio, me permito apostillar solidario, de los derechos humanos.
 
Sin embargo, desde la concepción del servicio universal, que no es una característica privativa del servicio público en sentido estricto, sino más bien de las actividades privadas de interés general, es posible paliar de alguna manera, la situación de injusticia objetiva, por desigualdad material, en la que se encuentran las personas necesitadas de esos bienes económicos imprescindibles para un nivel de vida adecuado, acorde a la comunidad en la que se desarrolla.
 
Poco a poco, en este tiempo de convulsiones y de transformaciones, esperemos que la efectividad y exigibilidad de los derechos sociales fundamentales ocupe un lugar por derecho propio en la mente y en la agenda de las principales decisiones que tomen las autoridades políticas, económicas, sociales y culturales. Nos jugamos mucho en ello, tanto como que la dignidad del ser humano y sus derechos inalienables funden, de nuevo, ahora con más fuerza, un remozado orden jurídico, económico y social que ya no puede esperar más tiempo.
 
Si la dignidad del ser humano y el libre y solidario desarrollo de su personalidad son  el canon fundamental para medir la temperatura y la intensidad del Estado social y democrático de Derecho, entonces es llegado el tiempo en el que de una vez por todas las técnicas del Derecho Administrativo se diseñen de otra forma. De una forma que permita que los valores y parámetros constitucionales sean una realidad en la cotidianeidad. Si el Derecho Administrativo es el Derecho Constitucional concretado, no hay otro camino.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana