Las decisiones de la Administración pública en un Estado de Derecho deben ser objetivas, por mandato constitucional y porque en un Estado de Derecho la racionalidad es una nota que debe distinguir la actividad del aparato público.

De la objetividad se sigue la motivación que, además de ser una propiedad constitucional del quehacer del sector público, es también una garantía de los derechos de los particulares, que así podrán conocer las razones que han impulsado a la Administración pública a resolver en una determinada dirección y no en otra.

La ausencia de motivación, cuando es preceptiva legalmente, puede entenderse como un vicio merecedor de nulidad de pleno derecho, pues provoca indefensión y se conculca así el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la Constitución, en aplicación del artículo 47.1. a) de la vigente ley de procedimiento administrativo común. Sin embargo, en la mayoría de los casos, la falta de motivación es determinante de anulabilidad, sobre todo porque la jurisprudencia recaída en los casos en los que la ausencia de motivación lesione un derecho fundamental no sigue ordinariamente este camino probablemente por razones históricas. En este sentido, por ejemplo, la doctrina de la sentencia del Tribunal Supremo de 13 de febrero de 1992. Sin embargo, la ausencia de motivación nos parece que puede lesionar gravemente, con la Constitución en la mano, el derecho a la tutela judicial efectiva al quedarse el particular sin los argumentos para impetrar la tutela judicial a que siempre tiene derecho.

Si se considera que la motivación no es más que un requisito formal de los actos administrativos en los que legalmente sea procedente, entonces su ausencia o deficiente formulación es merecedora de la sanción de la anulabilidad, nulidad relativa o, en todo caso, irregularidad no invalidante. El deslinde ambos conceptos, como señala una sentencia del Tribunal Supremo de 1 de octubre de 1988, se ha de hacer indagando si realmente ha existido una ignorancia de los motivos que fundan la actuación administrativa y si por tanto se ha producido o no la indefensión del administrado. Ahora bien, si admitimos que estamos ante una cuestión material, de fondo, y se produce una lesión de derechos fundamentales con su omisión, tal y como señalaba antes, entonces, como también admiten González Pérez y González Navarro, podríamos estar ante un supuesto de nulidad absoluta del artículo 47.1.a de la actual Ley de procedimiento administrativo común. Esta doctrina, sin embargo, cuenta con el no pequeño obstáculo de que la jurisprudencia del Tribunal Supremo sigue considerando en general que la motivación es un requisito formal (sentencia de 26 de noviembre de 1987). En sentido contrario, encontramos una progresiva sentencia de 20 de noviembre de 1998 que entiende, con toda lógica jurídica, que la omisión de la motivación “puede generar la indefensión prohibida por el artículo 24.1 de la Constitución”. Para esta sentencia, la motivación no es un requisito formal sino “que lo es de fondo (…) porque solo a través de los motivos pueden los interesados conocer las razones que justifican el acto, necesarios para que la jurisdicción contencioso administrativa pueda controlar la actividad de la Administración”. El argumento fundamental para considerar que la motivación no es sólo un requisito formal reside en que la principal nota que la Constitución atribuye a la Administración es la del servicio objetivo al interés general. Y en esta tarea la motivación de los actos es sencillamente esencial para tal servicio objetivo al interés general.

Sin motivación de las decisiones discrecionales el Estado de Derecho es mera ilusión y reaparecen la arbitrariedad y los desmanes. Hoy, desde luego, a la orden del día. No hay más que analizar con cierto detenimiento tantas decisiones discrecionales de las Administraciones públicas. Cuando la discrecionalidad se torna en arbitrariedad el abuso y el exceso del poder se convierten en algo ordinario. Una pena.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana