Los valores y las cualidades democráticas que se adquieren fundamentalmente en los ámbitos familiares y escolares deben ser  objeto de la actividad docente a lo largo de la vida. La participación, la tolerancia, la libertad, la igualdad, el pluralismo o la justicia, por ejemplo, constituyen elementos centrales de la educación cívica propia de la democracia. Por eso, si detectamos fallas, a veces no pequeñas, en el ejercicio real y cotidiano de los valores centrales del régimen democrático no vendría nada mal, todo lo contrario, diseñar un programa de educación cívica dirigido a reforzar el compromiso con los valores democráticos, hoy desde luego, al menos en la realidad, manifiestamente mejorables

 
El Gobierno acaba de anunciar que la asignatura de educación cívica sigue en el plan de estudios. Buena iniciativa. Eso sí, desvinculada de los corsés ideológicos impuestos desde el vértice por el anterior Gobierno.  Por eso desaparecen todas aquellas cuestiones que son propias de la libertad y las convicciones de cada ciudadano. Desde el Gobierno no se puede, solo faltaría, inocular ideología, sobre todo en aquellas materias que forman parte de la libre opinión de las personas.
 
Con esta asignatura se trata, en mi opinión, de ayudar, de una manera respetuosa con las convicciones y creencias del pueblo, de apuntalar los criterios y parámetros constitucionales sobre los que bascula la democracia en un Estado calificado de social y democrático de Derecho.
 
Algunos pensábamos que los tiempos del adoctrinamiento oficial habían pasado. Pues no, los ideólogos y actores del Gobierno anterior se aplicaron, y de qué manera, a dividir,  a fraccionar, a  reescribir la historia, a inocular ese mal del resentimiento y la revancha que habitaba en algunas mentes. Para ello nada mejor que orquestar una asombrosa campaña de adoctrinamiento a base de una asignatura llamada a perfilar el pensamiento único en los estudiantes a base de dictar  los criterios que deben sostener en materias que según la Constitución corresponden al espacio de las creencias y de las convicciones, de suyo libres y de la responsabilidad de los padres de familia. Todo un ejercicio de dominación de las masas, en este caso de quienes son más débiles por estar en fase de formación, que por fin acabó.
 
Es intolerable, así, intolerable que se  haya intentado, menos mal que por poco tiempo, sustituir a la familia y a la escuela libre a través de la imposición de unos contenidos docentes que, además de contrarios a la libertad, suponían, de nuevo, la vuelta al dirigismo e intervencionismo cultural. A una suerte de pensamiento único que trató de impedir el gusto por el pensamiento libre, que trató de diseñar jóvenes en serie cortados por el patrón de la sumisión y la genuflexión ante el consumismo insolidario dominante. La razón de tal desaguisado era obvia, evidente: para mantenerse en el poder político y financiero es menester disponer de ciudadanos indolentes, con miedo a la verdad, que se dejen arrastrar por los encantos de la uniformidad y que no se formulen demasiadas preguntas sobre el sentido de la existencia.
 
Por eso es una gran noticia que se haya puesto fin a este atentado tan lacerante a la libertad educativa y a los derechos de los padres en relación con las convicciones desde las que desean que se eduquen a sus hijos. Educación cívica sí, pero en el marco de la Constitución y con la finalidad de que los españoles más jóvenes asuman un mayor compromiso con la libertad solidaria y la democracia, también para criticar cuándo sea menester la escasa participación que se promueve desde la cúpula o la aprobación de leyes contrarias al más elemental sentido de la razón y la dignidad del ser humano. Educación cívica para una democracia más exigente y para  que la ciudadanía adquiera con más intensidad su posición central en el sistema político. Para que los políticos entiendan mejor, y obren en consecuencia, acerca de su papel en la vida pública pues no son los dueños y señores de los procedimientos y las instituciones. Los soberanos son los ciudadanos.
 
En efecto, los políticos son, ni más ni menos, representantes del pueblo que ejercen por delegación y temporalmente un poder del que deben dar cuenta exacta y rigurosa a los ciudadanos. Si la nueva asignatura sirve para que la vitalidad y el temple democrático del pueblo crezca exponencialmente, entonces bienvenida la educación cívica y constitucional que ha planteado el nuevo Gobierno. Si, por el contrario, se continúa atropellando la centralidad de los seres humanos en beneficio de las tecnoestrructuras políticas y financieras, no habrá servido para nada. Así de claro. Todo lo más, para que se siga perpetrando, desde el vértice, ese magnífica, por sutil y eficaz, operación de manipulación y propaganda dirigida a que signa mandando los de siempre utilizando a los de siempre.
 
 
 
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es