Una de las causas de la crisis económica y financiera en la que estamos sumidos tantos países del llamado mundo occidental se encuentra en la ausencia de controles independientes, de controles reales que garanticen un ejercicio del poder, político o financiero, enmarcado en parámetros de racionalidad y objetividad. Desde el poder ejecutivo se influye, a veces más a veces menos, en el poder legislativo y también, y a veces de qué manera, en el poder judicial. Poderes, los tres, que en teoría deben controlarse entre sí, y por ello, deberían controlar al poder ejecutivo, cosa que, con más menos intensidad, salvo en los órganos del poder judicial no sometidos al Consejo del mismo nombre, es a día de hoy una quimera, una realidad que brilla por su ausencia.

Por otra parte, los órganos de control interno del poder ejecutivo, sea en el ámbito jurídico, en el ámbito económico-financiero  en el área de la inspección del buen funcionamiento de los servicios, están también en manos del poder ejecutivo, que nombra al interventor general, al abogado general, o al inspector general. En el mismo sentido, el tribunal de cuentas está en manos de la mayoría de gobierno pues reproduce mecánicamente el correlato de fuerzas políticas de las cortes generales.
Además, por si fuera poco, resulta que, al menos hasta ahora, los órganos reguladores, las denominadas irónicamente administraciones independientes, tienen como integrantes, en algunos casos, no en todos, a personas propuestas por los partidos políticos, que no siempre priman los criterios de racionalidad técnica, abandonándose en manos, en ocasiones, de la recompensa por los servicios prestados a tal o cual dirigente, a quien ha servido desde los esquemas de la adhesión inquebrantable.
En este contexto de multitud de instituciones de control, nunca ha habido tantas ocasiones para la impunidad y la acción arbitraria. En efecto, hay muchos controles pero no ha y control. Bastaría con una sola institución de control que fura independiente. Para resolver, en parte, el problema de la corrupción y la arbitrariedad, habría que empezar por asegurar que el control se va a efectuar de verdad de manera que quienes ejercen poderes públicos y financieros sepan que alguien independiente vigila sus actuaciones y, caso de ser inadecuadas, se dirigirá al ministerio fiscal o impondrá la pertinente sanción.
En los tiempos que corren, tenemos controles en todos los niveles territoriales pero no hay control. Disponemos de múltiples instituciones de control pero este no se produce realmente. ¿Hasta cuándo seguiremos con la cantinela de monsergas formales mientras la arbitrariedad, el favoritismo y el nepotismo sigan campando a sus anchas para escándalo de tantos?- ¿No habrá ya llegado ya el momento de apostar fuerte, también en este tema, por confiar de verás en la autonomía e independencia de aquellos que no están dispuestos a lo que sea por ubicarse en la cúpula?. Pensemos más en la comunidad y menos en la supervivencia política. Pensemos más en los problemas reales de las personas concretas y menos en los privilegios y las prerrogativas. Pensemos más, por ejemplo, en asegurar los depósitos bancarios de las personas y menos en los intereses de una burocracia que sólo piensa en cómo lucrarse de la especulación y del lucro a como dé lugar. Ya va siendo hora.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es