Es bien sabido que la política para los clásicos era una de las más elevadas actividades a las que el ser humano podía dedicarse. La dirección y conducción de la res pública, en cualquiera de sus expresiones y manifestaciones, ciertamente implica una alta responsabilidad y un compromiso con la colectividad que ciertamente dignifica a quien decide dirigir su vida por este camino. Trabajar al servicio de la comunidad, ejercer los poderes públicos desde los más elementales principios del Estado de Derecho como la objetividad y la justicia, entrañan una especial inclinación hacia la mejora permanente e integral de las condiciones de vida de los ciudadanos.
 
El trabajo en la política, si se orienta a su fin propio, es una labor esforzada en la medida en que el compromiso con los ciudadanos, con sus problemas colectivos, es permanente y completo. Es decir, la política no debiera ser una actividad para la exhibición del poder, ni para laminar a los adversarios. No es tampoco una actividad para flotar en el proceloso mundo del poder sin asumir compromiso alguno. Es verdad que la vocación de servicio en la política, que es esencial, hoy va perdiendo fuerza porque muchos dirigentes hacen de la dedicación a la política su trabajo profesional para toda la vida olvidando que la política en si misma lleva incorporada, como muy bien razonaron los antiguos,la temporalidad. Sise pierde de vista esta dimensión, entonces el poder deja de ser un medio y se convierte en un fin. Entonces la lucha política se reduce a pelea por ocupar el poder: quítate tú para ponerme yo. Aparecen los profesionales de la manipulación, y con ellos toda una fauna de personajes que hacen de la adulación, la simulación y el juego de las apariencias su argumento vital de subsistencia. Los problemas reales de la ciudadanía no preocupan más que como justificaciones para ocupar una primera plana de los periódicos o un titular en los telediarios de mayor audiencia.
 
El poder, insisto, aparece entonces como una necesidad que para algunos adquiere  tintes de adicción. El 24-M significa, desde este punto de vista, el ocaso de tal forma de estar y ejercer la política y debiera propiciar reformas de calado, no simples parches para que de una u otra forma todo siga igual.
 
La política es, a pesar de todo, a pesar del prestigio del que goza en la actualidad,  una noble actividad dirigida a atender los asuntos de la comunidad desde la justicia y la centralidad de la condición humana. La política democrática implica un compromiso con la mejora continuada e integral de las condiciones de vida de las gentes. Supone esfuerzo, dedicación sin cálculos y tantas veces sin límite. El oficio político es, debe ser, muy sacrificado porque pensar en los demás, en sus problemas, en cómo atenderlos mejor: en la mejor forma de elaborar y ejecutar políticas públicas pensando en todos y cada uno de los ciudadanos, es difícil y delicado.
 
Hoy se necesitan para la tarea política gente con criterio, personas coherentes, congruentes con la centralidad de los seres humanos, personas que aspiren a la mejora real de las condiciones de vida del pueblo, hombres y mujeres dispuestos a poner por encima de su interés personal el interés general de los ciudadanos. Algunos pensarán que esas gentes habrán de bajar del cielo porque, a la vista de lo que acontece, no son de este mundo. Pues no, hay, y muchas, personas dispuestas a aportar su experiencia y conocimientos a la vida política. Hay, y no pocas, personas con inclinación a trabajar por el bienestar general dela ciudadanía. Elproblema, el gran problema, es que las nomenclaturas de los partidos prefieren que las cosas no cambien demasiado para que no haya demasiados problemas.
 
El 24-M, sin embargo, una parte importante de la sociedad española, probablemente la más joven, ha dicho basta y ha querido subir a la palestra a nuevos políticos con la esperanza de que inauguren una nueva etapa fundada en sólidos compromisos democráticos que van desde el fomento de la participación a la promoción de las libertades solidarias. Veremos si quienes llegan ahora a dirigir algunas Autonomías y los Entes locales son capaces de mantener la frescura y el vigor de sus compromisos y no caen víctimas de la vieja política. En poco tiempo saldremos de dudas.
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.