No corren buenos tiempos para la política ni para los partidos. La política está en estos tiempos bastante desprestigiada y, por ello, los partidos son considerados mayoritariamente como las instituciones más desprestigiadas del elenco de organizaciones y estructuras que componen el sistema social. Para no pocos, según reflejan encuestas recientes, hasta  promueven o protegen la corrupción. Es probable que estas opiniones estén mediatizadas por los escándalos acontecidos estos años en España. Siempre es peligroso generalizar y se debe reconocer  que también  hay políticos honrados, que trabajan por la ciudadanía y por los intereses generales.
En este contexto,  la sexta encuesta social europea, dada a conocer no hace mucho, arroja unos datos ciertamente críticos. Se trata de una encuesta realizada en los veintinueve países de la unión Europea sobre muestras de entre mil quinientas y dos mil personas en cada país  que en España realiza la Universidad catalana Pompeu Fabra, el CIS, la Obra Social de la Caixa y el Ministerio de Economía y Competitividad. Los resultados arrojan una doble tendencia: aumenta el interés por la política y por la participación cívica en la ciudadanía española que ha participado en la encuesta  y baja estrepitosamente la confianza de los españoles, al menos en los consultados, en la política. Además, los ciudadanos participantes en el sondeo entienden que no hay grandes diferencias entre las políticas propuestas por los distintos partidos políticos, que el gobierno no protege a todos los ciudadanos en situación de pobreza y que no se toman las medidas apropiadas para evitar la brecha social y la exclusión de las personas más vulnerables.
Sin embargo, lo que llama poderosamente la atención es el bajísimo índice de confianza de los ciudadanos consultados en la política y en los partidos. Sobre diez puntos, la confianza en los dirigentes políticos es del 1.91 y del 1.88 en relación con los partidos. El deterioro de la confianza es comparable ciertamente al aumento de la corrupción en este tiempo. Hasta tal punto que se ha producido una peligrosa banalización de este fenómeno ante el asombro de propios y extraños.
Como sabemos, una de las causas de la corrupción reside en la forma de selección de los responsables públicos. Los diputados, por ejemplo, son prácticamente designados por el dedo del líder de turno y a él deben vasallaje y sumisión. Normalmente, una vez que ingresan a este colectivo, deben, si quieren permanecer, servir al líder, incluso en aspectos asombrosos. Es más importante para ellos atender las consignas y mandatos del jefe del partido, si quieren permanecer en el puesto, que las reivindicaciones de sus electores. Por eso no hay dependencias de las Cortes Generales en las circunscripciones para poder escuchar las necesidades colectivas de los ciudadanos. Se responde, pues, ante el presidente del partido, no ante quienes realmente lo colocan en el más importante espacio de deliberación pública. Incluso en ocasiones algunos diputados, una vez instalados en la Villa y Corte, se olvidan de donde vienen, pero no a dónde van.
Sí, además, estas personas constituidas en representantes de la soberanía del pueblo no tienen independencia económica ni una profesión a la que volver dignamente tras el cese de sus actividades parlamentarias, entonces el grado de servilismo y docilidad alcance tintes inconfesables. Se hace lo que sea. Se aceptan sin rechistar  las más inquietantes instrucciones y se entra ingresa al proceloso mundo de la adulación y el peloteo, un mundo en que se baten records de sumisión insospechados.
El pueblo está abriendo los ojos a la realidad. Se da cuenta perfectamente de cómo se manejan los asuntos de la comunidad. Empieza a sospechar sobre quienes se benefician realmente del sistema político. Se indigna cuándo en las actuales circunstancias de profunda crisis prende la insensibilidad social en muchos representantes públicos que sólo piensan en cómo incrementar la cuenta corriente y en como encaramarse al poder, si es de por vida mejor.
El pueblo, que  no entiende cómo se puede manejar con tanta frivolidad el dinero de todos, empieza a reaccionar. En la sexta encuesta social europea se refleja un mayor interés por la res pública y se constata el incremento de la participación no convencional. En efecto, los datos de la encuesta ponen de relieve que esta modalidad de la participación es superior a la media europea, subiendo la participación en manifestaciones,  en plataformas de movilización ciudadana o en recogida de firmas para determinadas reivindicaciones.
Sean o no exagerados estos datos, proporcionan elementos para la reflexión y para las reformas en evitación de soluciones radicales. El sistema  político precisa de una profunda transformación para que sea lo que debe ser: el gobierno del pueblo, no de unas minorías, para el pueblo, no para una élite, y por el pueblo,  no por unos pocos. El tiempo pasa y las encuestas, sondeos y opiniones son unánimes en la misma dirección. El 25 M, con la limitación de ser elecciones europeas, puede entenderse en esta clave.
El presidente del Gobierno tiene en este tiempo una gran oportunidad para liderar un impulso reformista bajo el paraguas del inicio de un nuevo reinado. Un impulso comprometido con la democracia  en todos los órdenes: político, económico, social y cultural. Si nos quedamos en una cascada de reformas burocráticas o tecnoestructurales de naturaleza lampedusiana, se habrá perdido una magnífica ocasión para cambiar lo que no funciona. Es cuestión de tiempo. Parafraseando a los juristas, el primero en el tiempo es el que se llevará el gato al agua.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es