La búsqueda de la verdad ha sido, es, y será, uno de los desafíos más relevantes de la vida humana. En la investigación, en la docencia, en todas las actividades humanas realmente, renunciar al engaño o a la mentira pasa por ser el ideal de muchas personas. También en la actividad política el compromiso con la verdad debiera ser característica esencial de quienes se dedican a la noble función de la rectoría de los asuntos de interés general. En estos días, sin embargo, observamos como se intenta, a toda costa, instalar un mundo de mentira, de ocultamiento de la verdad. Sobre todo cuando la verdad no favorece, cuando la verdad deja en evidencia las propias carencias. O lo que es peor,  cuando la verdad deja al aire la irresponsabilidad o la negligencia. El caso del brexit es de manual. Hasta el punto de que en estos días mucho y bien se está reflexionando sobre las consecuencias de la denominada era de la posverdad.
 
Es cierto que las cosas deben decirse con prudencia, con sentido común, con sensibilidad social, procurando no herir a la gente, buscando la mejora de la realidad. Sin embargo, el dominio de lo políticamente correcto, de lo políticamente conveniente, tan del gusto de las actuales tecnoestructuras, prohíbe, es tremendo, que salga a relucir la verdad, la realidad, cuando ésta puede dañar o restringir las expectativas electorales o poner en cuestión la conservación del poder. Tras esta manera de entender la política y la vida encontramos una vieja filosofía que proclama que la verdad no existe a priori sino que se construye dialécticamente en función de una serie de variables, en atención a una serie de parámetros. Es decir, la verdad, para estos sofistas, solo puede ser proclive a sus intereses porque esos intereses son moralmente superiores pues representan a los excluidos y pobres de este mundo. En la otra orilla ideológica encontramos afirmaciones, falsas de toda falsedad,  que buscan conectar emocionalmente con el pueblo, como esa que se le achaca a Trump de que Obama es uno de los fundadores del Estado islámico.
 
La cuestión de la verdad refleja muy bien, magníficamente, el calibre moral general de nuestros políticos. Unos sujetos, unos más que otros, que mienten con tanta frecuencia que llega un momento en que no distinguen bien la realidad de sus propios deseos. Estos días, en efecto, comprobamos que el miedo a la verdad, que el pavor a la realidad, sobre todo cuando es contraria a los deseos de la tecnoestructura, representa uno de los principales caracteres de la profunda crisis moral en que vivimos.
 
¿Qué habrá de malo en reconocer la verdad?. ¿Qué problemas podría acarrear explicar, por ejemplo,  la verdad sobre el sistema de pensiones y hasta cuándo será viable la denominada hucha de las pensiones?.
 
El pueblo, poco a poco, se está indignando ante tanto engaño, ante tanta dominación de minorías que no buscan más que su beneficio individual. Por eso el grado de prestigio de los políticos es el que es. Por eso, el sistema político precisa cuanto antes aires de regeneración que permitan hacer de la democracia el verdadero gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Y, sobre todo, para que la mentira, el engaño, la simulación y el fingimiento dejen de estar encumbrados y vuelvan al lugar que les corresponde. Nada más y nada menos.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es