Junto a la corrupción y a la ausencia de ideas para diseñar políticas para la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, otro de los factores que incide en la crisis de los partidos y consiguiente desafección ciudadana reside en la preparación profesional de los políticos. En otros términos, ¿deben los políticos dispone de competencias acreditadas para el manejo y dirección de la cosa pública?. ¿Exigen los ciudadanos a los políticos un razonable nivel profesional para ser sus representantes en el proceso de elaboración de las leyes, en la realización de políticas públicas concretas o en la tarea de oposición?.
Según parece, los ciudadanos, más en una época de crisis, desean que quienes se dedican a la muy noble y relevante administración y gestión de la cosa pública, sean personas con razonables competencias profesionales porque, en efecto, la tarea que tienen entre manos es de suma importancia para la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Por eso, cuándo trasciende en la opinión pública el curriculum de alguna persona que ha sido llamada a altas responsabilidades públicas, el comentario del pueblo es, además de inevitable, certero, pues es menester exigir un exigente nivel cultural y profesional. Y, desde luego, pienso que también quienes vayan a la actividad política deben tener, por obvias razones, resuelta su vida profesional. Si se hiciera una encuesta sobre este particular, difícil de realizar también por obvias razones, nos quedaríamos sorprendidos.
En este ambiente, la política se demoniza y para muchos ciudadanos no es más que un reducto de adictos al mando, donde abrevan, desde los mayores especialistas en la adulación, hasta quienes precisan enfermizamente de autoafirmación y autoestima pasando por los que desean lucrarse lo más rápido posible. Es decir, si se baja el nivel de la competencia profesional para la política y lo percibe la población, tarde o temprano se producirá la desafección, apatía e indiferencia que caracteriza peligrosamente el panorama general en el que vivimos.
Así las cosas, no pocas personas con trayectoria profesional, con prestigio y con la vida resuelta poco o nada quieren saber de la política pues muchas veces van a tener que trabajar, y a veces en relación de jerarquía, con personas de escaso bagaje profesional que necesita ocupar tal o cual posición para sobrevivir física o psicológicamente. No digamos las relaciones que se producen entre personas que van a la política a aportar y quienes están en las organizaciones partidarias precisamente para aprovecharse de la competencia o capacidad de aquéllos.
En este contexto se ha propuesto la teoría de la puerta giratoria. Es decir, convocar a los cargos públicos a destacados profesionales que una vez pasado un cierto tiempo regresan a sus actividades profesionales anteriores. Por ejemplo, abogados, médicos, economistas. Sin embargo, como nada hay perfecto bajo el sol, esta opción no siempre funciona bien. Que se lo pregunten, si no a Manuel Pizarro. A veces porque estos profesionales no conocen el funcionamiento real de los partidos, a veces porque la vuelta, salvo en el caso de los funcionarios, no es quizás en las mismas condiciones, a veces porque estos perfiles cortan amarras y se introducen, con todas las consecuencias y a largo plazo, en la vida política.
Una posible solución es formar desde los partidos a los cargos y a los empleados, como hace cualquier empresa. No está mal aunque sabemos lo que, al menos hasta ahora, se hace en este punto. Otra posibilidad es que los partidos y los gobiernos encarguen a instituciones académicas especializadas esta tarea. Tampoco está mal siempre que sea para completar o actualizar una formación previa porque de lo contrario se estaría pagando con fondos de la ciudadanía la formación inicial de personas que ya deberían haberla adquirido para acceder a la política.
En fin, la competencia profesional de los políticos parece que es exigida por la ciudadanía. Hoy, bien lo sabemos, no hay más que mirar a un lado y otro, en términos generales el nivel profesional de la clase política es el que es. Por eso, no es de extrañar que la ciudadanía, poco a poco, se vaya distanciando de una actividad que ellos quieren reservar a aquellas personas preparadas y con competencia para trabajar de verdad en la mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es