El debate en España acerca del proyecto de ley de protección del concebido y de la mujer embarazada refleja la crisis moral en que vivimos. Ni una palabra acerca del ser más indefenso, del niño por nacer, en quien a pesar de estar inscrita la dignidad humana, no repara nadie o casi nadie. Toda la discusión se centra en consideraciones, si bien relevantes, ajenas al sentido y objeto de esta Ley, que es el ser humano en su estado más inerme,  más indefenso, necesitado de protección para salir adelante, y a la mujer embarazada con problemas.
 
Los tiempos que nos ha tocado vivir, sobre todo los últimos meses, demuestran que los valores y los principios son bien importantes. Es más, cuando se olvidan o se conculcan, tarde o temprano las cosas se complican. Uno de los valores principales, y princípiales, de la convivencia humana es el derecho a la vida, el primero y más fundamental de los derechos humanos. En efecto, el derecho a la vida, en cualquiera de sus manifestaciones, es una exigencia del Estado de Derecho.
 
Pues bien, precisamente ahora, que se tiene mayor conciencia de la dignidad del ser humano y de la necesidad de proteger a los débiles y los inocentes de la dictadura de los fuertes, el valor del derecho a la vida cobra un especial protagonismo. Su carácter indisponible e incondicional no deriva de apreciaciones externas de orden metafísico o religioso, sino que es la premisa y el aserto fundamental de la vida social. Es más, el reconocimiento de este presupuesto básico, del derecho a la vida como valor indisponible e incondicional, es la medida de todas las valoraciones éticas y morales. Si admitimos una ética, por ejemplo, que quede al arbitrio humano una vida humana inocente, entonces estaríamos quebrando tal premisa o principio de argumentación. Como ha señalado Anselm Müller “quien deja el rechazo a matar al vaivén del debate saca del suelo las raíces de nuestra orientación moral para examinar si esas raíces se conservan sanas”.
 
La vida humana tiene un valor absoluto. ¿O es que tiene algún sentido que ahora, a estas alturas, en aras de la “relatividad” se autorice bajo ciertas condiciones la esclavitud, la tortura o el sexo con menores de edad, por ejemplo?. El derecho a la vida de todos los seres humanos, sobre todo de los que están en camino al ser y de los que están a punto de dejar de ser, es una garantía de que todos somos iguales ante la ley. Si empezamos a introducir excepciones, entonces abrimos la puerta a la desigualdad y de alguna manera justificamos la dictadura de los fuertes sobre los más débiles. Volvemos a la ley de la selva y hasta aprobamos que la medicina olvide sus raíces como ciencia para la curación de las enfermedades.
 
En el tiempo en que vivimos, de tanta fractura entre lo que se dice y lo que se hace, cobra especial importancia aquello que Edmund Pellegrino señalaba en relación con la ejemplaridad en el ejercicio de la medicina: “Aunque una sociedad pueda ir al precipicio, los hombres virtuosos serán siempre el norte que señala la vuelta a la sensibilidad moral; los médicos virtuosos son la guía que muestra el camino de regreso a la credibilidad moral para toda la profesión médica”. Que los médicos defiendan el derecho a la vida para todos es crucial para la recuperación de los valores morales. Unos valores, que parafraseando a Groucho Marx, no son intercambiables. Son los que son: los de ayer, los de hoy y los de mañana, los que caracterizan la dignidad inalienable del ser humano. Aquellos que por ser previos al Estado, permiten y justifican que este sea una institución social y política construida para su preservación y defensa.
 
Jaime Rodríguez-Arana
jra@udc.es