En los tiempos que corren, de crisis general, los comentarios y glosas sobre la evolución del Estado, sobre todo habida cuenta de los derroteros que está tomando el modelo autonómico desde la perspectiva financiera, reclaman alguna reflexión que permita, al menos, situar el debate en algunos parámetros razonables. Hay quienes postulan que el concepto tradicional del Estado-nación ha de adecuarse a los imparables procesos de descentralización política de este tiempo. Otros, por su parte, reclaman, desde posiciones inmovilistas, una concepción más propia del siglo XVIII que del siglo XXI. Y, por supuesto, no faltan quienes entienden que el modelo ha sido superado por la realidad y que lo que hoy es necesario para el desarrollo de los pueblos es constituir entes políticos soberanos a partir de la construcción, o reconstrucción, de determinadas identidades colectivas.

 
Tenemos, pues, tres versiones de la cuestión que responden a las perspectivas reformista, inmovilista y revolucionaria. Desde el punto de vista inmovilista, hace falta afianzar la personalidad del Estado planteando esquemas de recentralización de competencias a la par que se denuncian únicamente los excesos y el gasto que acompaña a los procesos descentralizadores para desautorizarlos. Si atendemos a la posición revolucionaria, resulta que la estrategia puede ser, o bien reivindicar sin más la existencia de naciones sin Estado o con Estado en el seno de esquemas federales o confederales o, como ocurre por estas latitudes, o subvertir el ordenamiento jurídico a través de obvias mutaciones para alcanzar dichos objetivos. Por su parte, la posición reformista parte de la necesidad de adecuar las estructuras y la esencia del Estado-nación a la realidad de la descentralización política y territorial planteando cambios que, manteniendo la naturaleza del modelo, vuelvan más eficaz y operativo al Estado y a sus componentes, sean Comunidades Autónomas o Entes locales. En mi opinión, este es el camino por el que debiera discurrir la necesaria reforma del Estado que tiene obvias consecuencias sobre nuestro modelo territorial, demasiado apegado, desde su nacimiento, al esquema institucional del Estado-nación. Reforma que, dicho sea de paso, es cada vez más urgente si se pretende detener la sangría financiera que en la actualidad produce un modelo instalado en la irracionalidad.
 
En efecto, desde 1978 han pasado ciertamente muchas cosas. Una de ellas, por lo que se refiere al modelo territorial, es la consolidación de las entonces emergentes Comunidades Autónomas. Otra, el paulatino y sistemático olvido y preterición en que han quedado los Entes locales, que han sido verdaderamente los grandes sacrificados en el movimiento descentralizador. Además, y para lo que ahora me interesa destacar en estas líneas, resulta que el Estado ha ido perdiendo su capacidad jurídica y política en lo que se refiere al establecimiento del mínimo común denominador necesario para el funcionamiento equilibrado y armónico del sistema. La lectura del artículo 149.1.1 de la Constitución, en lo que se refiere a las políticas de equidad y solidaridad para garantizar la igualdad para el ejercicio de los derechos  nos exime de mayores comentarios pues la realidad política ha desbordado y desvirtuado el contenido y sentido de este precepto constitucional tan importante.
 
Ciertamente, en un Estado como el español, unitario y autonómico a la vez  con la misma intensidad, las competencias de los distintos Entes públicos deben estar definidos con la mayor claridad posible. Con ello quiero señalar que, según se deduce de los últimos documentos producidos por los principales organismos internacionales, por ejemplo un  informe dela OCDEsobre la modernización del Estado, la institución estatal ha de centrar su tarea, en los esquemas compuestos, en la ordenación general de las principales políticas públicas, no tanto en su ejecución o implementación concreta.
 
En este sentido, de acuerdo con el atinado dictamen del Consejo de Estado de hace no muchos años sobre la reforma constitucional, es menester afrontar cambios que permitan que el Estado pueda cumplir mejor sus tareas y que las Comunidades Autónomas y Entes locales hagan lo propio. Para ello, en el momento en que estamos, la realidad de la deuda pública exige con urgencia la consecución de un pacto desde el que se pueda revisar la Constitución con el fin de mejorar un modelo que, siendo necesario, hoy requiere de evidentes retoques. Los datos financieros que conocemos aconsejan que se proceda a una reforma razonable que permita que las competencias se ejerzan mejor y que se eliminen las no pocas duplicidades y superposiciones que todos conocemos.
 
El Estado es el garante de que la diversidad y la igualdad sean compatibles. Porque como decía Ortega en relación con la denominada cuestión regional: subrayar la condición estatal es subrayar cada una de sus partes integrantes, y subrayar cada una de sus partes integrantes equivale igualmente a subrayar la condición del Estado. Esto es así por que en nuestro modelo, cómo dicela Constituciónen su artículo 137, las Comunidades Autónomas y los Entes locales forman parte del Estado, que es lo mismo que decir, cómo ha señalado el Tribunal Constitucional, que las Comunidades Autónomas y los Entes locales son Corporaciones públicas de naturaleza estatal.
 
La reforma constitucional es necesaria si es que se pretende caminar en este punto desde la perspectiva ciudadana. Si, por el contrario, seguimos instalados en los cálculos y juegos de poder, entonces seguiremos igual o peor y, lo que es más grave, el pueblo soberano empezará a tomar mayor conciencia de los asuntos colectivos apenas preocpan a unos dirigentes entregados en cuerpo y alma al poder, a permanecer en él a como de lugar, por el procedimiento que sea. Así de claro.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es