La cuestión de la regulación de los mercados o de la intervención pública en la vida económica es un tema recurrente. En las últimas décadas ocupa por derecho propio un lugar destacado en el derecho administrativo económico porque la función del Estado  en este tema reside en asegurar un sistema económico racional con reglas claras  dónde la arbitrariedad no tenga razón de ser. Sin embargo, siendo la regulación necesaria debe ser la adecuada, la justa para que la libertad  económica sea una realidad. Es decir,  como dirían los representantes de la economía social de mercado, tanta libertad como sea posible y tanta regulación como sea imprescindible.
 
Efectivamente, en estos años se ha tratado mucho acerca de la sobreregulación o reregulación. Se había caído en la cuenta de que era menester regular sectores desregulados. Muy bien. Se aprobaron toda suerte de regulaciones, demasiadas seguramente. Y como siempre suele acontecer cuando se procede cuantitativa o formalmente, la regulación más importante brilló por su ausencia pues no se garantizó la profesionalidad y competencia de los integrantes de estos órganos o agencias y, claro, pasó  lo que pasó. Como suele acontecer, en el reino de las formas se desprecia o se olvida la sustancia. Hay muchos controles, ex ante, ex post, internos, externos eso sí ordinariamente  en manos de personas  o instituciones dependientes. Hay muchos controles pero realmente no hay control.
 
En realidad, no se trata de dictar y promulgar normas y normas sin más. Más bien, se trata de identificar las principales causas de la crisis y actuar sobre ellas. Sobre la independencia de los integrantes de las comisiones reguladoras de los mercados, sobre las agencias de rating, sobre la mala administración de fondos públicos, o sobre el sistema educativo.
 
El gran problema sigue residiendo en el pensamiento único que domina a no pocos responsables que piensan sólo en los beneficios económicos o en los votos a alcanzar por el medio que sea. El pueblo, como en la antigua Grecia, cae en las garras de la demagogia con demasiada facilidad. Mientras, algunos siguen a pies juntillas las versiones estadísticas o shumpeterianas de la democracia. Hay que conseguir votos. No importa cómo. Hay que ganar más dinero, como sea.
 
Estamos, me parece, en un momento de la historia de la humanidad en el que de nuevo es menester un renacimiento de los postulados del Estado de Derecho: primacía de la ley y del derecho, reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona y separación de los poderes. Nada más y nada menos.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es