Vivimos en un tiempo en el que, por más que nos pese, no abundan demasiadas expresiones de pensamiento abierto, dinámico, plural y crítico que saque los colores  a  esa corriente tan en boga que algunos llaman políticamente correcta y que, en tantas ocasiones, provoca una suerte de dictadura que  dificulta que se expresen libremente las opiniones sin sufrir algún tipo de discriminación. Veamos un caso de manual de no hace mucho.
 
Si a alguien se le ocurre, sea quien sea, afirmar que no es Charlie Hebdo o que no se debe, en virtud de la libertad de expresión, ridiculizar convicciones morales o religiosas de importantes colectivos de personas, es probable, según en qué terminales, que acabe en la hoguera mediática o en el ostracismo, que es su consecuencia más conocida.  Tal fenómeno, sin embargo, manifiesta claramente, además del imperio del pensamiento único en ciertas materias, la instauración del miedo y el pavor a expresarse en contra de quienes piensan que encarnan el progreso y la vanguardia en la libertad.
 
Afortunadamente, empero,  las opiniones son libres, porque vivimos en un Estado de derecho en el que la libertad de expresión se encuentra reconocida en los Ordenamientos de todos, o de casi todos las naciones del globo.  Que las opiniones son libres quiere decir que menos la apología del delito se puede expresar cualquier opinión, sea del gusto del poder, no lo sea; sea del gusto de determinados colectivos, no lo sea; sea del gusto de determinadas minorías, no lo sea; sea del gusto de la mayoría,  o, sencillamente, no lo sea.
 
Si sólo se pudiera opinar en determinado sentido, si sólo se pudieran publicar opiniones política o convenientemente correctas, si, por ejemplo, se pusiera en tela de juicio el prohibido prohibir del mayo francés de 1968 o si  se olvidara que la dictadura es un sistema en el que todo lo que no está prohibido es obligatorio, entonces algo grave estaría ocurriendo. ¿Qué pensar de un sistema en el que la libertad de expresión signifique el alineamiento con  las ideas políticamente correctas o pertinentes que un determinado colectivo pretende inculcar a los demás ciudadanos?.
 
La expresión de las ideas podrá agradar mucho, poco o nada, pero que eso sea así no quiere decir que el blindaje de ciertos colectivos impida cualquier comentario que los critique. Es el caso, por ejemplo, de la acusación de sexismo para quien se atreva, por ejemplo, a criticar alguna medida de discriminación positiva de la mujer. Sin embargo, lo que sí es intolerable es que la opinión,  que a través de la libertad de expresión se haga apología del delito, sea el que sea, o bien se fomente la incitación al odio o al resentimiento.
 
Tampoco parece aceptable  que se use la libertad de expresión para herir gravemente las convicciones morales o religiosas de determinados grupos de personas, especialmente, además, cuándo se pueda presumir razonablemente que ante tales manifestaciones  puedan reaccionar de forma violenta o agresiva. La libertad tiene límites, no es absoluta, como tampoco lo es el interés general. Ridiculizar o mofarse de la religión de millones de ciudadanos no es la mejor forma de ejercer la libertad de expresión. Sí que lo es exponer argumentos o ideas en un sentido o en otro pero, desde la perspectiva que sea, pero con argumentaciones o razonamientos.
 
En cualquier caso, por si hubiera alguna duda, nuca está justificado, por muy graves o fuertes que sean las provocaciones,  insultos o mofas proferidas, reaccionar violenta o agresivamente. Nunca. Por eso, ante la polémica suscitada recientemente, hay que señalar de nuevo que la libertad es un medio, un camino para la dignificación de la vida humana, ni un instrumento para el insulto o la mofa de nadie, ni una manera de incitar al odio de determinados colectivos. Es más, a través del ejercicio de la libertad de expresión debe reinar el pluralismo y un ambiente en que todas las ideas, las que sean, puedan estar presentes en la deliberación pública y en los medios de comunicación.
 
En fin, que hemos de tener cuidado con estas nuevas dictaduras que imponen  ciertas modas culturales o formas de pensar desde las que se canoniza el pensamiento único y se envía a las tinieblas a quienes osen o se atrevan a desafiar al pensamiento dominante. Es lo que, me parece, está pasando en este tiempo. Un tiempo  en el que el pensamiento previamente seleccionado como el mejor, hábilmente conducido por los nuevos inquisidores, lamina a los que piensan de forma diferente o se atreven a afirmar algo tan razonable y sensato como que las libertades tienen límites. Guste o no el límite es una condición de la realidad y, por cierto, también de la condición humana. Sin límites no hay convivencia pacífica. El punto está en saber administrar y gestionar los límites al servicio de la defensa, protección y promoción de los derechos fundamentales de la persona. Casi nada.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de Derecho Administrativo.