Tras el 25 M, con la limitación de tratarse de elecciones europeas, una contienda electoral que a muchos ciudadanos resulta distante, un poco artificial, la realidad política empieza a cambiar. Se consta la tendencia que se viene registrando desde hace tiempo. En efecto, no corren buenos tiempos para la política tradicional ni para los partidos. La política está en estos tiempos bastante desprestigiada y, por ello, los partidos son considerados mayoritariamente como las instituciones que promueven, o protegen, la corrupción. Seguramente estas opiniones están mediatizadas por los escándalos acontecidos estos años en España. Claro que hay políticos honrados, que trabajan por la ciudadanía y por los intereses generales. Pero, insisto, la percepción general hoy es bastante unánime en el sentido que todos sabemos.
Una de las causas de la corrupción reside en la forma de selección de los responsables públicos. Los diputados, por ejemplo, son prácticamente designados por el dedo del líder de turno y a él deben vasallaje y sumisión. Normalmente, estas personas una vez que ingresan a este colectivo, deben, si quieren permanecer, servir al líder, incluso en aspectos asombrosos. Es más importante para ellos atender las consignas y mandatos del jefe del partido que las reivindicaciones de sus electores. Por eso no hay dependencias de las Cortes Generales en las circunscripciones para poder escuchar las necesidades colectivas de los ciudadanos. Se responde, pues, ante el jefe del partido, no ante quienes realmente lo eligen para ir al Parlamento. Incluso en ocasiones algunos diputados, una vez instalados en la Villa y Corte, se olvidan de donde vienen, pero no a dónde van. Eso lo tienen muy claro, sobre todo si la nueva actividad les ha gustado y ya no desean cambiar de tarea.
Sí, además, estas personas constituidas en representantes de la soberanía del pueblo no tienen independencia económica ni una profesión a la que volver dignamente tras el cese de sus actividades parlamentarias, entonces el grado de servilismo y docilidad alcance tintes inconfesables. Se hace lo que sea. Se aceptan sin rechistar  las más abyectas instrucciones que escuchar se pueda.  Por ejemplo, esa tan famosa: ver y callar.
El pueblo está abriendo los ojos a la realidad. Se da cuenta perfectamente de cómo se manejan los asuntos de la comunidad.  El 25 M ha empezado el castigo y si no se aprecian cambios  seguirá pronunciándose en ese sentido. Empieza a sospechar sobre quienes se benefician realmente del sistema político. Se indigna cuándo en las actuales circunstancias de profunda crisis prende la insensibilidad social en muchos representantes públicos que sólo piensan en cómo incrementar la cuenta corriente y en como encaramarse al poder, si es de por vida, mejor. El pueblo  no entiende cómo se puede manejar con tanta frivolidad el dinero de todos. Y, lo que es más grave, observa, hasta ahora de forma resignada, una situación que se agrava por momentos. Se da cuenta, ya lo creo, de que el sistema precisa de una gran transformación para que sea lo que debe ser: el gobierno del pueblo, no de unas minorías, para el pueblo, no para una élite, y por el pueblo, por los intereses generales, no por los intereses particulares.
Minimizar el 25 M sería un gran error. El grado de deterioro de la calidad democrática es el que es. Sin embargo, el nuevo reinado de Felipe VI puede servir para un fuerte impulso reformista real, no lampedusiano, en el que se el pueblo perciba con nitidez que el compromiso con la democracia y sus valores deja de ser retórico para convertirse en algo verificable a través de cambios y transformaciones que ya no pueden esperar. Si así nos e ahce, luego no nos quejemos de lo que acontecerá.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es