La historia de los colegios profesionales, bien estudiada en la literatura científica, es la historia de la libertad, la historia de la existencia de gremios que poco a poco fueron sacudiéndose el yugo y la dependencia que tenían del poder político para ir configurando espacios autónomos orientados a la regulación libre de sus propias actividades profesionales en garantía de su mejor prestación posible a favor de los ciudadanos. Esta doble  idea de protección de los profesionales y de garantía ciudadana de la mejor prestación profesional posible es la que está en la base del reconocido interés general sobre el que descansa el sentido y la funcionalidad de los colegios profesionales.
 
Como es sabido, en el derecho histórico español encontramos antecedentes bien relevantes de los actuales colegios profesionales que deben tenerse en cuenta en lo que respecta a la interpretación histórica de las actuales normas jurídicas en la materia. Desde el principio de la regulación de estas instituciones se procedió a un riguroso control de la actividad profesional debido a que el destinatario natural, ordinario, principal y preferente de estas  actividades son los enfermos, los pacientes, los lesionados por la arbitrariedad, quienes desean asesoramiento jurídico, empresarial, quienes desean diseñar una vivienda, un barco, un aeroplano, un programa informático…Ciudadanos, en definitiva, que merecen una regulación de estas profesiones  independiente y autónoma del poder político precisamente para que estos profesionales  puedan desempeñar con mayor profesionalidad y garantías científicas y técnicas una labor de tanta trascendencia social como la que realizan.
 
 
Hoy, en un Estado social y democrático de derecho como el que define la constitución española de 1978, estas instituciones sociales de relevancia pública han sido calificadas jurídicamente como administración corporativa, como  corporaciones de derecho público representativas de intereses profesionales que cumplen tres funciones elementales. Además de las tareas administrativas que puedan ejercer por delegación o atribución legal de las administraciones públicas, esencialmente existen para la prestación de servicios a sus colegiados en orden a la mejor realización de la asistencia profesional de que se trate y para la defensa y representación de los intereses económicos y corporativos de sus miembros incorporados. Es decir, la naturaleza pública del poder que ejercen los colegios profesionales deriva de estas funciones y exige la obligatoriedad de la incorporación pues, de lo contrario, los destinatarios naturales y ordinarios de las tareas de estos profesionales, quedarían inermes, indefensos ante la posibilidad de actuaciones discriminatorias,  arbitrarias o carentes de los más elementales principios de la deontología profesional.
 
Es decir, los profesionales disponen de los colegios como instituciones garantes de un ejercicio profesional autónomo, libre de injerencias políticas, que les permite, por ejemplo, en el caso de los colegios médicos, cumplir con más rigor el principio del servicio al paciente en lugar de verse mediatizados por  consideraciones ideológicas en materia económica o de ética profesional. La condición de instituciones intermedias que han tenido, tienen y tendrán los polegios Profesionales apuntan a esta tarea que les es propia y que se resume en poder garantizar, en libertad y autonomía unas funciones que tienen obvia relevancia pública, tanto en lo que afecta a las garantías de un ejercicio correcto y apropiado de la asistencia médica como en lo que se refiere a la preservación de unos patrones de calidad en lo que atiende al trato a los pacientes, principio y fin de la propia actividad médica. Cosa distinta es que estas instituciones sociales se conviertan en cotos cerrados de corporativismo ajenos a las más elementales exigencias de calidad y servicio que hoy demandan las personas que contratan los servicios de los profesionales liberales.
 
Fagocitar estas instituciones para convertirlas en “longa manus” del poder político constituye un nuevo atentado a la autonomía e independencia de la sociedad civil. Una sociedad civil que en nuestro país no es que goce de gran predicamento y solidez,  pero que si ahora pierde una de sus principales armas terminará por ser absorbida por el poder político. Un poder que desde hace tiempo se ha entregado de manera total al control social y que, por ello, merece una respuesta pacífica pero contundente: tanta libertad como sea posible y tanta intervención como sea imprescindible.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es