Una de las causas de la crisis del Estado de bienestar se encuentra en la interpretación y aplicación estática que de este modelo han hecho no pocos gobiernos en estos años. El Estado de bienestar, que ha sido una de las grandes conquistas sociales de las que el viejo continente puede sentirse orgulloso, se está derrumbando por la incapacidad, por la falta de pericia y de talento de muchos gobernantes que no han caído en la cuenta de que la gran virtualidad de esta forma pública de sensibilidad social es el dinamismo.
 
En efecto,  en lugar de concebir la acción pública para liberar las energías y potencialidades latentes en la vida social y en las iniciativas de muchas solidaridades primarias, se ha optado, y de qué manera, por el enfoque clientelar, por la perspectiva estática de la ayuda pública, de la subvención a cargo de los fondos públicos. Un planteamiento raquítico, orientado a la dependencia de las personas a las estructuras, que está laminando una de las aportaciones más relevantes de la conciencia europea a la civilización mundial.
 
Así es, muchos dirigentes han pensado, por prejuicio ideológico, que las instituciones y estructuras del Estado de bienestar, sobre todo la subvención, eran armas magníficas para el control y la manipulación social. Incrementando las subvenciones se pretendía aumentar la dependencia de la sociedad y, así, asegurarse el poder político elección tras elección.
 
Las consecuencias de esta forma de entender la acción pública, ahora bien palmarias para nuestra desgracia, han sido posibles gracias a una gestión de los fondos públicos por lo menos negligente en algunos casos, y en otros, no pocos, ilícita, así como al sistemático olvido de los principios de economía y eficiencia del gasto público, en España previstos nada menos que en el artículo 31 de la Constitución. Tal forma de administración de lo público está provocando la más grave de las injusticias: que sea el pueblo el que pague la factura, el que se haga cargo de los platos rotos del elefantiásico déficit público que hoy caracteriza a nuestro país.
 
Afortunadamente, en el proyecto de ley de transparencia parece que los dirigentes públicos estarán sujetos a responsabilidad jurídica y quienes gasten desaforadamente, al margen de los presupuestos, tendrán que responder ante los tribunales. Hasta ahora,  todo lo más a  que se podía llegar, al margen de la prevaricación o el cohecho, era a la exigencia de responsabilidades políticas.
 
Es verdad que no hay mal que por bien no venga y que probablemente los gobiernos ya no se arriesgarán a una operación de gasto alocado e irresponsable como la que estos años ha brillado por su presencia en nuestro país, especialmente en el nivel autonómico y también, en menor medida, en el Estado y en los Entes locales.
 
Esperemos que estas medidas vayan acompañadas de un estudio minucioso y detallado de las subvenciones existentes con el fin de eliminar tantas partidas de gasto destinadas a consolidar la dependencia y el control social y político de los habitantes. Las subvenciones, como se estudia al tratar de la acción administrativa de fomento en los manuales de Derecho Administrativo, se caracterizan por ser una forma en que los poderes públicos promueven e incentivan actividades privadas de interés general. Cuando se conciben estáticamente, o, lo que es lo mismo, clientelarmente, entonces en lugar de colaborar al libre desarrollo de las personas o a promover iniciativas sociales de interés general, se convierten en una forma de control social y político. Junto al desmantelamiento de las estructuras públicas superfluas e innecesarias, la racionalización de las subvenciones es, quien lo puede dudar, una tarea urgente. Una tarea en la que hay que trabajar con criterio para que aflore la iniciativa social latente en nuestra comunidad, que no es poca.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es