A estas alturas de siglo, con lo que ha llovido, con lo que ha pasado, la lucha por los derechos humanos, por el libre y solidario desarrollo de las personas, aconseja construir y diseñar políticas humanas. Políticas humanas que, fundamentalmente, se oponen a las políticas inhumanas porque éstas desconocen, o lesionan, la dignidad del ser humano. O, lo que es lo mismo, violentan la libertad de los ciudadanos.

Por ejemplo, en la peculiar polémica sobre la eutanasia, quien afirma que las personas con enfermedades terminales han de ser eliminadas, se sitúa, en mi opinión, en la vieja política, en la política inhumana. Quien, por el contrario, plantee este tema en el marco del fomento de los cuidados paliativos, de la búsqueda de la reducción de los dolores y, por supuesto, de la posibilidad de que estos enfermos rehúsen tratamientos desproporcionados, se encuentra en el marco de las nuevas políticas, de las políticas humanas. Si es posible mejorar los cuidados paliativos, si es razonable eludir el encarnizamiento terapéutico, si se puede renunciar a tratamientos desproporcionados, ¿en virtud de que poderosa razón se puede admitir que el legislador que atribuya a los médicos la tarea de matar a un paciente?. ¿Cuál puede ser el calificativo que mejor defina a una sociedad que renuncia a que los médicos luchen hasta el final para salvar la vida o para procurar que el alivio del dolor facilite el mejor tratamiento de las enfermedades terminales?.

Es verdad que en el debate de la eutanasia hay mucha confusión y ambigüedad. No es lo mismo renunciar a tratamiento desproporcionados que la eutanasia. Esta se produce cuando por acción u omisión se busca la muerte del paciente terminal. Algo ciertamente incongruente con la naturaleza de la medicina y, sobre todo, algo que priva de sentido radicalmente al sufrimiento. El sufrimiento existe y según para quien puede tener más o menos sentido. Si nos instalamos en la eutanasia como técnica de elección para los médicos de unidades de enfermedades terminales, es posible, muy probable, que la confianza de las familias en estos médicos se resquebraje gravemente. ¿Es que la solución al sufrimiento es, sin más, la muerte?

¿Qué se puede pensar de un sistema legal que admita el suicidio asistido?. ¿Por qué tanto miedo, tanto pavor al sufrimiento?. Si el deseo de un enfermo es que lo maten en un momento determinado, ¿por qué no respetar la voluntad de quien solicita la muerte?. Por una sencilla razón, el derecho individual hay que enmarcarlo siempre en el bien general. Si se convierte la ley y la justicia en la prolongación de los deseos individuales se estaría minando la naturaleza moral de la democracia. ¿Es que la democracia consiste en que cada uno haga lo que quiera sin más?. ¿Es que la medicina puede convertirse por deseo de los individuos en una máquina de muerte?.

Anne Tour, presidenta de la Sociedad Francesa de Acompañamiento y Cuidados Palaitivos explicaba hace algún tiempo que despenalizar la eutanasia no supondría un derecho más sino perturbar el contrato de confianza entre el cuidador y el paciente y transgredir el código deontología médica porque matar a la persona que sufre, aunque se haga con la mayor compasión, no es un cuidado. Por otra parte, el Comité de Ética y Asuntos Judiciales de la Asociación Médica Americana señaló en 2018 que algunos pacientes reclaman el suicidio asistido porque no conocen el grado de alivio del sufrimiento que los cuidados paliativos de hoy pueden ofrecer. Esta es la solución, los cuidados paliativos, cuidar la vida del enfermo terminal, no matarlo.

Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.