Pareciera que conforme han ido avanzando los primeros años del nuevo siglo se ha ido perfilando con mayor claridad y se ha ido haciendo cada vez más explícita una idea que ha estado siempre presente de un modo u otro en el pensamiento democrático. El fundamento del Estado democrático hay que situarlo en la dignidad de la persona. La persona se constituye en centro de la acción política. No la persona genérica o una universal naturaleza humana, sino la persona, cada individuo, revestido de sus peculiaridades irreductibles, de sus coordenadas vitales, existenciales, que lo convierten en algo irrepetible e intransferible, en persona.

Cada persona es sujeto de una dignidad inalienable que se traduce en derechos también inalienables, los derechos humanos, que han ocupado, cada vez con mayor intensidad y extensión, la atención de los políticos democráticos de cualquier signo en todo el mundo. En este contexto es donde se alumbran las nuevas políticas, que pretenden significar que es en la persona singular en donde se pone el foco de la atención pública, que son cada mujer y cada hombre el centro de la acción política.

Este cambio en el sentido de la vida política, cabría decir mejor, esta profundización en su significado, se ha producido a la par que una reflexión sobre el sentido y las bases del Estado democrático. Esta reflexión ha venido obligada no sólo por los profundos cambios a los que venimos asistiendo en nuestro tiempo. Cambios de orden geoestratégico que han modificado parece que definitivamente el marco ideológico en que se venía desenvolviendo el orden político vigente para poblaciones muy numerosas. Cambios tecnológicos que han producido una variación sin precedentes en las posibilidades y vías de comunicación humana, y que han abierto expectativas increibles hace muy poco tiempo. Cambios en la percepción de la realidad, en la conciencia de amplísimas capas de la población que permiten a algunos augurar, sin riesgo excesivo, que nos encontramos en las puerta de un cambio de civilización.

Es una reflexión obligada también por la insatisfacción que se aprecia en los países desarrollados de occidente ante los modos de vida, las expectativas existenciales, las vivencias personales de libertad y participación. Y es una reflexión que nos conduce derechamente a replantearnos el sentido de la vida y del sistema democrático, desde sus mismos orígenes en la modernidad, no para superarlo, sino para recuperarlo en su ser más genuino y despojarlo de las adherencias negativas con que determinados aspectos de las ideologías modernas lo han contaminado, contaminaciones que han estado en el origen de las lamentables experiencias totalitarias del siglo pasado, particularmente en Europa.

Por todo ello, o la política vuelve a situarse en sus coordenadas realmente democráticas, en la dignidad del ser humano, como principio y como meta, o volverá a ser un espacio para la dominación, para la confrontación y para el enfrentamiento continua, un ambiente de discordia. Hoy, por lo que se ve, el horizonte vuelve al pasado pues los actores políticos no se atreven a pensar en el bien general, en el progreso real de los ciudadanos: todo lo más, aspiran a estar y permanecer a como de luegar en la poltrona, como sea.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana