En España, como sabemos, siguiendo la tradición alemana, no están reconocidos los derechos sociales fundamentales como derechos fundamentales de la persona, y por tanto no disponen de las consiguientes garantías de protección jurisdiccional a través del procedimiento especial sumario y preferente que diseña la Constitución. Se encuentran, y no todos, a excepción del derecho a la educación (artículo 27 de la Constitución), en el marco de los Principios rectores de la política social y económica del Capítulo III de la Constitución de 1978, y su efectividad depende de que se haya dictado la correspondiente norma de desarrollo y de que existan disponibilidades presupuestarias.
Pues bien, tal situación, inaceptable habida cuenta del tiempo transcurrido desde que se acrisoló la formulación del Estado social y democrático de Derecho en España, debe replantearse categóricamente. Por la sencilla razón de que si la dignidad del ser humano es el centro y la raíz del Estado y si el fundamento del orden político y la paz social, tal y como señala solemnemente el artículo 10.1 de la Constitución española, residen en la dignidad de la persona, en los derechos que le son inherentes y en el libre desarrollo de la personalidad, entonces las normas, las estructuras, los procedimientos y los presupuestos deben estar al servicio del principal patrón y estándar ético y jurídico al que los demás han de rendirse: la dignidad humana. De ahí que la defensa, protección y promoción de los derechos fundamentales de la persona sea la principal tarea que tiene en sus manos el Estado moderno y de la que debe dar cuenta periódicamente a la ciudadanía.
Los derechos sociales fundamentales, por tanto, deben tener acomodo constitucional como derechos fundamentales que son. Y mientras ello no acontezca, siguiendo la estela del Tribunal Constitucional Alemán entre otros, nuestra más alta instancia de interpretación constitucional debería, a través de la argumentación racional, alumbrar dichos derechos como exigencias inmediatas de un Estado que se define en su Constitución como social y democrático de Derecho y que encuentra la dignidad humana como fundamento del orden político y la paz social. No es de recibo que ni siquiera el derecho al mínimo vital esté reconocido entre nosotros como derecho fundamental y que no haya sido posible extraer todas las consecuencias jurídicas de los artículos 9.2 (función promocional de los Podres públicos para hacer posible la libertad y la igualdad removiendo los obstáculos que las impidan) y 10.1 (centralidad en el Orden jurídico de la dignidad del ser humano y de los derechos fundamentales de la persona) de la Carta Magna. Por otra parte, la asignación equitativa a que se refiere el artículo 31.2 de la Constitución en materia de gasto público podría abrir espacios bien pertinentes para mejorar sustancialmente la situación en que nos encontramos en esta materia.
Estos tres preceptos constitucionales, 9.2, 10.1 y 31.2, son cruciales para una construcción racional del Estado social y democrático de Derecho en España. Son artículos de la Ley Fundamental que ciertamente han estado condicionados en su aplicación por prejuicios y preconceptos heredados del lastre que todavía conserva la legalidad administrativa del Estado liberal de Derecho. Sin embargo, en el tiempo en que estamos, aprovechando inteligentemente la crisis general e integral que se ha desatado estos años, deberíamos poner negro sobre blanco esta cuestión y reconocer, es el primer paso, que nuestro Derecho Público, especialmente el Administrativo, aún sigue prisionero de determinados enfoques y aproximaciones que le impiden volar hacia su condición de Ordenamiento jurídico de defensa, protección y promoción de derechos fundamentales a través de los diferentes quehaceres y políticas públicas que conforman la actuación constitucional del complejo Gobierno-Administración pública.
Los derechos sociales fundamentales debieran garantizarse en el mismo seno de la institución social. Sin embargo, la realidad, torcida y tomada por las principales tecnoestructuras políticas, mediáticas y financieras, dominadores del mundo del control y la manipulación, muestra una debilidad congénita de la propia sociedad para subvenir a las más elementales necesidades vitales mínimas de los ciudadanos. Por ello, en virtud de la subsidiariedad, visto el fracaso de las instituciones sociales, es comúnmente el Estado quien debe asumir esas obligaciones de hacer que permiten el despliegue de estos derechos, por lo que el derecho fundamental a la buena administración brilla con luz propia como derecho básico para que estas prestaciones se realicen adecuadamente. Las características de la buena administración: equidad, objetividad, racionalidad y plazo razonable, debieran aseguran que la realización de estas prestaciones públicas, en defecto de la actuación social, puedan efectivamente hacer posible en tiempo y forma el ejercicio de unos derechos que son realmente fundamentales para la existencia digna y adecuada de los ciudadanos.
En efecto, el derecho a la buena administración, es crucial para el normal despliegue de los derechos sociales fundamentales. Especialmente, en el caso de los derechos sociales fundamentales de mínimos, el plazo razonable en la prestación de las obligaciones que compete a la Administración es de tal calibre que resulta determinante para que la dignidad del ser humano sea respetada o gravemente violada. Ejemplos hay y tan obvios, algunos de expresión gráfica en este tiempo, que huelgan demasiadas glosas o comentarios al respecto.
El Derecho Administrativo se ha dedicado por largo tiempo a garantizar y asegurar el ejercicio de los derechos individuales de los ciudadanos. Ahora, sin embargo, los postulados del Estado social y democrático de Derecho y las exigencias del interés general, nos invitan a pensar en un nuevo Derecho Administrativo también comprometido con los derechos sociales fundamentales pues la dignidad del ser humana se refiere a la persona también en su dimensión social.
Es decir, el interés general, por mucho tiempo vinculado a la protección, defensa y protección de los derechos civiles y políticos, debe abrirse a la defensa, protección y promoción también, ahora sobre todo, de los derechos sociales fundamentales. Por una razón bien obvia, porque los derechos fundamentales de la persona, lo han confirmado y ratificado hasta la saciedad las principales Cartas y Declaraciones Internacionales en la materia, son universales e inescindibles, porque son y pertenecen al ser humano y, por ello, forman parte indeleble de la misma condición de miembro de la especie humana al estar inscritos en la misma dignidad que caracteriza y reconoce a las personas. La categoría de los derechos fundamentales es única y su régimen jurídico también en lo que respecta a la protección jurisdiccional no admite despliegues o proyecciones diversas según circunstancias de oportunidad o conveniencia política. Aunque un poco tarde, bienvenido sea el debate político y académico sobre el reconocimiento de los derechos sociales fundamentales en una próxima reforma constitucional.
Jaime Rodríguez-Arana es Catedrático de Derecho Administrativo y autor del libro “El Derecho Administrativo y los Derechos Sociales Fundamentales” (Inap-Global Press, 2015).
@jrodriguezarana
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