En el tiempo que nos ha tocado vivir asistimos a un crisis moral de incalculables consecuencias: los valores cívicos y las cualidades democráticas están bajo mínimos.  Por más que queramos edulcorar la realidad, lo cierto y verdad es que en el mundo actual para muchos millones de seres humanos lo relevante y definitivo es alcanzar una serie de objetivos al precio que sea sin importar lo más mínimo el procedimiento que haya de de seguirse si con él se consigue el fin anhelado.

Por eso, como recomienda Dahl, en estos tiempos del llamado posmodernismo es necesario potenciar la civilidad, la vida intelectual y la honradez moral. Porque, sin valores falla el fundamento de la democracia y, sin darnos cuenta, se rebaja el grado del comprmiso con la dignidad humana y, a la larga, se fomenta una cultura consumista  que anima a los ciudadanos, más que a preocuparse a ser personas libres, solidarias y responsables, a obsesionarse por poseer cada vez más bienes, por engancharse a más aparatos, por desconectarse de la realidad.

Es necesario regenerar la democracia. Y, para ello, nada mejor que volver a los principios. Y, en este marco, reviste especial importancia  la exigencia de un nivel ético elevado. No es solo necesaria la existencia de códigos de conducta sino, sobre todo, transparencia en cada uno de los aspectos en que la vida privada se encuentra con la pública. Si la Ética es, o debe ser, una condición intrínseca a la democracia , la situación actual nos invita a buscar fórmulas para colocar la exigencia ética, hoy tan baja, en el lugar que debe ocupar. Pero para ello hay que articular sistemas educativos que formen en los valores de la libertad y de la democracia en un ambiente de humanización de la realidad.

Aunque no queramos reconocerlo se pierden los hábitos vitales de la democracia que, en opinión del filósofo norteamericano Devey, se resumen en la capacidad de perseguir un argumento, captar el punto de vista del otro, extender las fronteras de nuestra comprensión y debatir objetivos alternativos.

Es evidente, como se ha dicho hasta la saciedad, que a mayor intervención pública, mayor probabilidad de corrupción. Y, en este proceso de crisis de la versión etática del Estado del Bienestar en el que llevamos ya anclados, de forma más o menos consciente, un buen número de años, hay que reconocer que, unida a la también evidente -no quiero ni deseo generalizar- falta de verdaderas vocaciones para el servicio público, el campo de la discrecionalidad ha crecido desproporcionadamente al tiempo que la confusión de intereses públicos o privados o de grupo ha hecho acto de presencia con inusitada fuerza con las consecuencias que todos conocemos en todos los espacios políticos porque la corrupción no es un solo color.

En este ambiente, el Estado va absorbiendo poco a poco a la sociedad civil hasta destruir la iniciativa social. Es lo que ha ocurrido, sin exagerar, en el Estado estático del Bienestar como consecuencia de lo que profetizara Tocqueville hace muchos años al referirse a lo que podría ocurrir si se confundía el ideal democrático con la tiranía de la mayoría. Porque, en el fondo, no lo olvidemos, está la crisis del planteamiento ético y el abandono, quizás no consciente en el primer momento, de los valores originarios del ideal democrático: libertad, igualdad y fraternidad.

La democracia, cuando no se fundamenta en la Ética puede fácilmente desvirtuarse. Entonces aumenta la corrupción pues la sociedad civil desaparece prácticamente de escena y se produce lo que Habermas calificó de crisis de legitimación que, en esencia, no es más que la ausencia de los ciudadanos del proceso democrático. Hoy, en pleno siglo XXI, a pesar del tiempo transcurrido y de lo ue ha pasado, precisamos recuperar los valores democráticos, unos valores que no se producen en la realidad mecánicamente al albur de las Constituciones sino que se cultivan, se practican y se cuidan. Y no una vez al año, todos los días.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana