Se cumple estos días el aniversario del nacimiento de dos grandes pensadores que han tenido una gran importancia en el devenir de la Historia, fundamentalmente del siglo XX y, por lo que parece, también en el siglo XXI.  Karl Marx cumpliría años el 5 de mayo, nació en el 1818, mientras que Friedrich A. Von Hayek celebraría su cumpleaños el 8 de mayo de 1899.
El comunismo de inspiración marxista ha dejado su huella en la historia y sus resultados son bien conocidos por todos. Ahora, en forma de populismo de extrema izquierda intenta, sobre la base de un materialismo dialéctico aggiornado, seducir a millones de personas a quienes la crisis económica, y ahora el coronavirus, ha dejado en situación de vulnerabilidad. La lucha de clases, ante una sociedad que se desangra impotente y sin temple cívico, volverá, bajo diversas formas y estrategias, al mejor estilo gramsciano, a la primera línea de las protestas sociales. Eso sí, ahora con una novedad: la esquizofrenia. Tendrán que protestar a una hora y a otra, tomar decisiones de gobierno.
Hayek, que me parece más interesante que Marx, aunque ciertamente menos relevante en términos de influencia social, fue uno de los pensadores que mejor supo entender el liberalismo y adaptarlo al mundo contemporáneo.  Aunque no siempre fue bien entendido, como acontece a los pioneros, a los que abren camino, siempre trató de afirmar la libertad frente a los totalitarismos y de criticar la intervención asfixiante del Estado proveniente del socialismo radical, del comunismo, en la vida de los ciudadanos. Hoy, en un Estado de alarma formal, de excepción muy material, comprobamos como esta ideología, muy presente en el gobierno, intenta por la via de la excepción colar sus propuestas para la normalidad venidera.
Hayek, premio Nobel de economía en 1964, defendió la libertad individual frente a todas las formas de opresión y se caracterizó por una firme posición contra el dogma de que la omnipresencia del Estado equivalía a prosperidad y felicidad automática y mecánica para los ciudadanos. El comunismo, en este sentido, demostró que la fe ciega en el Estado y en las estructuras públicas, en la dirección centralizada de la economía y en la absorción de la sociedad por el Estado, trajeron consigo muerte, alienación y dictadura de la nomenclatura dirigente, que hoy como antes se distingue por una forma de vida contradictoria con la de quienes pretenden defender.
Hayek, además de economista, había estudiado Derecho en Viena. Aspiraba a poner los cimientos de una sociedad libre. En su juventud profesó la fe socialista pero pronto cayó en la cuenta de que esa era irrealizable y que, en todo caso, su implementación sería contradictoria con sus presupuestos teóricos. Entre otras razones porque, como demostró con su maestro Mises, el comunismo asolaba Rusia, y sus países satélites,  generando pobreza material y espiritual, liquidando la libertad y laminando responsabilidad individual. En lugar de tanta libertad como sea posible y tanta intervención como sea necesaria, el comunismo se empeñó en tanta intervención como sea posible y tanta libertad como sea imprescindible; es decir, ninguna. Justo lo que algunos pretenden en este tiempo de pandemia, de COVID-19.
El socialismo, como toda ideología política, ha pasado por momentos de luz y por etapas de oscuridad. La experiencia real de los colectivismos marxistas es la que todos conocemos. La aportación de la socialdemocracia al denominado Estado de bienestar ha constituido un punto de partida relevante en orden a la búsqueda y establecimiento de justas reivindicaciones sociales. Otra cosa, sin embargo, ha sido la evolución del modelo de intervención pública que ha terminado en muchas latitudes por derivar hacia esquemas de clientelismo populista. En América hay ejemplos bien conocidos por todos.  En efecto, el Estado de bienestar, que es dinámico en sí mismo, quedó, bajo el socialismo radical, reducido a una versión estática. Así, en lugar de facilitar, propiciar y fomentar el desarrollo solidario y libre de las personas, se orientó hacia la caza y captura, a través de la subvención y del subsidio, de los votos de los ciudadanos. En cualquier caso, la sensibilidad social que el socialismo ha dejado en la entraña de las políticas públicas no puede obviarse por más que hoy día tal dimensión sea precisamente la que más se eche en falta en un mundo dominado por la racionalidad económica y el lucro.
El derecho al mínimo vital digno no es, ni mucho menos, un invento del populismo de extrema izquierda, es un compromiso de cualquier Estado de bienestar dinámico que se precie. Es un medio para ayudar a que personas que se encuentran en el umbral de la pobreza y la miseria reciban un ayuda que les permita salir adelante.  Ahora bien, si se convierte en fin, como ahora se pretende, la consecuencia es obvia, bien conocida y amargamente experimentada para tantas personas: pobreza permanente para que la nomenclatura marxista viva a cuerpo de rey. La historia se repite.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana