Las elecciones del 26-J han puesto de manifiesto un escenario político en el que el entendimiento será el gran protagonista. Se consolida el pluralismo sin opciones mayoritarias y se afianza la idea de que son necesarios cambios y transformaciones de calado en nuestro sistema político, económico y social. No para volver a fórmulas periclitadas o que la experiencia universal ha demostrado fracasadas sino para encarar reformas que mejoren la participación ciudadana y fortalezcan los principios sobre los que se apoya el sistema democrático: juridicidad, reconocimiento de los derechos fundamentales, individuales y sociales, de la persona, separación real de los poderes, sensibilidad social y participación.
Ahora tenemos ante nosotros, dada la práctica ingobernabilidad del país, la oportunidad de leer la voluntad quienes han participado en los comicios y de quienes se han abstenido, e iniciar un período de entendimiento entre todos los partidos a la búsqueda de esos cambios y transformaciones que precisamos.
El común denominador de la vida política ha de ser, ciertamente, el acuerdo, el diálogo, el acercamiento de posiciones, máxime cuándo de resolver problemas que afectan al conjunto de la ciudadanía se trata. Es más, sin acuerdos fundamentales y profundos es bien difícil sentar las bases de un sistema genuinamente democrático. Hoy, entre nosotros tenemos asuntos de gran envergadura política y social que bien merecerían el intento del acuerdo y el entendimiento al margen de cálculos o intereses partidarios.
Subrayar el carácter fundante o constituyente del acuerdo para la vida política no significa, ni mucho menos, que la actividad política se reduzca a los consensos. Este planteamiento, propio de versiones ingenuas de lo que es la política, permite llamar la atención sobre algo que me parece fundamental cuándo se trata de reflexionar sobre la funcionalidad de los acuerdos, del diálogo, en la vida democrática. Me refiero a que el acuerdo, el pacto o el consenso constituyen un momento del diálogo, no su estado ideal ni su conclusión. Lo realmente esencial es dialogar para intentar solucionar los problemas reales pensando en los derechos de los personas, pensando realmente en las condiciones de vida de los ciudadanos, en lo mejor para la comunidad en una palabra.
Ciertamente, el consenso, el acuerdo, son una etapa del diálogo, como también lo son el disenso, la divergencia, la discusión, la desavenencia o la recuperación, si es el caso, de la concordia. Todas ellas son fases del diálogo igualmente valiosas. Pero lo fundamental, lo capital, lo principal, no es que los interlocutores se pongan siempre de acuerdo en todo y para todo, lo que es imposible muchas veces, o la mayoría, por obvias razones, sino que respeten y tengan permanentemente presente el presupuesto metapolítico que hace posible el diálogo, que los convierte en interlocutores, en conciudadanos: la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales.
Hoy, si los actuales actores políticos fueran capaces de comprender que el pueblo lo que quiere son cambios profundos, no discusiones sobre quien o quienes encabezaran el gobierno, otro gallo cantaría. Ahora hace falta abrir un programa de reformas profundo y que refleje lo que los españoles hemos expresado en las urnas.
La pregunta es, ¿serán capaces los actores políticos del presente de pensar de verdad en los problemas de los españoles y menos en su supervivencia personal y política?. Esta vez, aunque sea por vergüenza torera, no tendrán más remedio que acordar algunas cosas. Ojala que sean las importantes y que la necesidad del entendimiento permita que las decisiones se realicen en función del servicio objetivo al interés general.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo
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