Las prestaciones sociales, las atenciones sanitarias, las políticas educativas son bienes de carácter básico que un gobierno debe poner entre sus prioridades políticas. Así, de esta manera,  la garantía de esos bienes se convierte en condición para que una sociedad libere las energías latentes en la realidad viva y cotidiana que permitan su desarrollo y la conquista de nuevos espacios de libertad y de participación ciudadana.
 
Este conjunto de prestaciones del Estado, que constituye el entramado básico de lo que se denomina Estado de bienestar, no puede tomarse como un fin en sí mismo. Esta concepción se traduce, contemplamos ahora precisamente sus nefastas consecuencias, en una reducción del Estado al papel de suministrador de servicios, convirtiéndose el ámbito público  en una rémora del desarrollo social, político, económico y cultural. Además, una concepción de este tipo produce, no el equilibrio social necesario para la creación de una atmósfera adecuada para los desarrollos libres de los ciudadanos y de las asociaciones, sino que trae consigo, lo estamos sufriendo en este tiempo, una concepción estática que priva al cuerpo social del dinamismo necesario para liberarse de la esclerosis y conservadurismo que acompaña a esta letal dimensión estática del Estado del bienestar.
 
Las prestaciones, los derechos, tienen un carácter dinámico que no puede quedar a merced de mayorías clientelares, anquilosadas, sin proyecto vital, que puede llegar a convertirse en un cáncer de la vida social. Las prestaciones del Estado tienen su sentido en su finalidad.
Las prestaciones del Estado nunca pueden tener la consideración de dádivas mecánicas. Más bien, el Estado debe proporcionar con sus prestaciones el desarrollo, la manifestación, el afloramiento de las energías y capacidades que se ven escondidas en esos amplios sectores sociales y que tendrá la manifestación adecuada en la aparición de la iniciativa individual y asociativa.
 
Un planteamiento de este tipo permitiría afirmar claramente la plena compatibilidad entre la esfera de los intereses de la empresa y de la justicia social, ya que las tareas de redistribución de la riqueza deben tener un carácter dinamizador de los sectores menos favorecidos, no conformador de ellos. Además, permitirá igualmente conciliar la necesidad de mantener los actuales niveles de bienestar y la necesidad de realizar ajustes en la priorización de las prestaciones, que se traduce en una mayor efectividad del esfuerzo redistributivo.
 

 
Desde esta perspectiva, hoy es menester buscar puntos de  encuentro entre la actuación política y las aspiraciones, el sentir social, el de la gente. Bien entendido que ese encuentro no puede ser resultado de una pura adaptabilidad camaleónica a las demandas sociales. Conducir  las actuaciones políticas por las meras aspiraciones de los diversos sectores sociales, es caer directamente en otro tipo de pragmatismo y de tecnocracia: es sustituir a los gestores económicos por los prospectores sociales.
 
La prospección social, como conjunto de técnicas para conocer más adecuadamente los perfiles de la sociedad en sus diversos segmentos es un factor más de apertura a la realidad. La correcta gestión económica es un elemento preciso de  ese entramado complejo que denominamos eficiencia, pero ni una ni otra sustituyen al discurso político. La deliberación sobre los grandes principios, su explicitación en un proyecto político, su traducción en un programa de gobierno da sustancia política a las actuaciones concretas, que cobran sentido en el conjunto del programa, y con el impulso del proyecto.
 
Las nuevas políticas, el centro entre ellas, se hacen, pues, siempre a favor de la gente, de su autonomía  – libertad y cooperación -,  dándole cancha a quienes la ejercen e incitando o propiciando su ejercicio  – libre –  por parte de quienes tienen mayores dificultades para hacerlo. Acción social y libre iniciativa son realidades que el pensamiento compatible capta como integradoras de una realidad única, no como realidades contrapuestas.
 
Las nuevas políticas no se hacen pensando en una mayoría social, en un segmento social que garantice las mayorías necesarias en la política democrática, sino que  se dirigen al conjunto de la sociedad, y cuando están verdaderamente centradas son capaces de concitar a la mayoría social, aquella mayoría natural de individuos que sitúan la libertad, la tolerancia y la solidaridad entre sus valores preferentes. Algo que nuestro país empieza a precisar como agua de mayo.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo.