Estos años de principios de siglo pasarán a la historia por la crisis de un sistema político, social, económico, y financiero que terminó por olvidarse de lo fundamental: la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. El Estado de derecho se ha convertido en un Estado de los partidos. La democracia ha quedado presa de los procedimientos. El sistema económico ha sido secuestrado por unas minorías. Las instituciones financieras, movidas por la maximización del beneficio en el menor tiempo posible, quedaron prendidas de la obsesión por el lucro creciente. Los votos de las personas se convirtieron en objetivos a conseguir por el procedimiento que sea. Al final, ante nosotros la vieja y agotada Europa, en otros momentos paladín de la lucha por la libertad, se nos presenta hoy entregada al comercio de los derechos humanos, camino hacia su final como civilización y cultura.
Nada menos que 115 millones de personas en Europa se encuentran en riesgo de pobreza y exclusión social. Eso sin contar los 100 millones de seres humanos que están a punto de embarcarse a la aventura de la emigración. Los datos, para quien los quiera examinar, los ofrece Eurostat, la oficina oficial de estadística de la Unión Europea, ofrecen una panorámica general y país a país .El estudio sociológico se refiere a muchas personas de clase media o media-baja que han sido despedidas de sus trabajos en estos años de aguda y dolorosa crisis.
El Estado de bienestar, una de las mejores conquistas de la justicia social que imaginar se pueda, ha caído estrepitosamente por la pésima gestión y administración de estos años. Tal ausencia de rigor en las cuentas públicas se ha debido, entre otras causas, a que muchos dirigentes públicos, de uno u otro color político, confundieron medios con fines. En lugar de atender al interés general, al interés de todos y cada uno de los ciudadanos en cuanto miembros de la comunidad, se atendió, y de qué manera, a los deseos de mando y enriquecimiento de no pocos integrantes de las tecnosetructuras políticas, financieras y mediáticas. Afloró el fraude en muchas prestaciones sociales, se incrementaron exponencialmente todo tipo de estructuras y organizaciones para colocar legiones de afines y se recurrió al endeudamiento como forma ordinaria de financiamiento de servicios de toda clase y condición con el fin de controlar la sociedad. El interés general se confundió con el interés particular. La bandera del interés general se puso al servicio de las más abyectas y ruines expresiones de la naturaleza humana.
Los partidos políticos, unos más que otros ciertamente, se aplicaron al dominio social cargándose de raíz el principio de la separación de poderes. El poder judicial se convirtió, sobre todo en las más altas magistraturas, en la prolongación de determinadas opciones partidarias y el poder legislativo se transformó, a veces hasta groseramente, una institución al servicio del poder ejecutivo. Los entes reguladores y la llamada administración independiente acabaron por convertirse a la docilidad y a la sumisión. Muchos controles formales, es verdad, pero ausencia de control material, de verdadero control. Como dicen algunos expertos: tenemos muchos controles pero no hay control.
En este estado de cosas, se laminó el pensamiento crítico, se mercadeó con los más fundamentales de los derechos humanos y se condenó a relevantes mayorías de ciudadanos al ostracismo. Las consecuencias de tal proceder están a la vuelta de la esquina y en este tiempo son bien explícitas. Una crisis moral de incalculables consecuencias que en modo alguno se arregla con medidas económicas.
La economía y las finanzas claro que merecen una reforma, y de calado. Pero lo más importante, sin duda, es la devolución al pueblo de su posición central en el sistema. La democracia no es sólo procedimientos. La democracia precisa vitalidad, que corra la sangre de la participación y la libertad por sus venas. Y hoy la participación de la ciudadanía se reduce a ir cada cierto tiempo a votar. Por eso, la gran asignatura pendiente de este tiempo es democratizar esta democracia, desmercantilizar el mercado y, sobre todo, garantizar que la dignidad del ser humano y sus derechos inviolables vuelvan a ocupar el centro del sistema político. El camino es arduo y exigirá de dirigentes políticos y empresariales un compromiso con el interés general a la altura de las circunstancias. Pero de un interés general con mayúsculas. No de ese interés general que ordinariamente se confunde con los deseos de dominación de tantos dirigentes y responsables de la cosa pública, y también, por supuesto de la privada. Se precisan cambios y transformaciones de calado. Estamos en un fin de ciclo y hay que actuar en consecuencia.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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