La cultura europea tiene, como sabemos, unas raíces, una tradición, un patrimonio que hemos heredado y que debemos acertar a comprender para saber quienes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Un cuadro de Rubens, una sinfonía de Mozart, una tragedia de Sófocles o una escultura de Bernini tienen sentido en la medida en que conozcamos bien el contexto histórico y cultural en que tales manifestaciones del arte se produjeron. Es decir, sin el conocimiento del cristianismo, nos guste más o nos guste menos, no es posible comprender el sentido, no ya de la identidad misma de Europa, sino de cada una de las principales manifestaciones del arte.
Umberto Eco señalaba no hace mucho en un artículo titulado “Los Reyes Magos, esos desconocidos”, que más allá de cualquier consideración religiosa, e incluso desde el punto de vista más laico del mundo, es necesario que los niños y las niñas en el colegio reciban una información básica sobre las ideas y tradiciones de las distintas religiones. La razón de tal propuesta para el mismísimo Eco es obvia: “es imposible entender digamos tres cuartos del arte occidental si no se conocen los hechos del Antiguo y Nuevo Testamento y las historias de los santos”.
El conocimiento de la religión es una manifestación cultural evidente. Sin el cristianismo, por ejemplo, no es posible entender la abolición de la esclavitud, la separación del poder temporal y del espiritual o la centralidad de la dignidad del ser humano. Es más, sin el pensamiento griego, sin el derecho romano o sin el cristianismo, Europa no habría sido lo que es. Hoy, desgraciadamente, en un mundo en el que se ha vuelto a instalar el resentimiento, el odio y el espíritu de revancha, se olvidan los orígenes y se reniega de la historia. La consecuencia, bien clara: Europa está como está: consumida, valga la redundancia, por el consumismo, envejecida y a los pies de los grandes manipuladores y controladores sociales de este tiempo.
La Biblia y del Nuevo Testamento son dos grandes textos de la cultura universal desde los que justificar la liberación de quien no quiera vivir a merced del poder dominante. Dos grandes textos fundamentales para comprender las variadas y magníficas expresiones del arte europeo y global. Otros pensadores que lo tenían muy claro fueron, por ejemplo, Kant o Goethe. Para Kant el Evangelio es la fuente de dónde surgió toda nuestra cultura. En opinión de Goethe, las Sagradas Escrituras son la lengua materna de Europa.
En España, país con un fuerte fracaso escolar, las humanidades han ido desapareciendo de la palestra y la religión suele plantearse, sobre todo desde el pensamiento único, con acento ideológico. Este desprecio de la dimensión espiritual de la persona no sólo es expresión de sectarismo, es, sobre todo, una señal del profundo pavor a la dimensión cultural del ser humano. Dimensión cultural que, cuando es real y auténtica, interpela al hombre acerca de su libertad y su conocimiento en orden a forjarse un itinerario vital coherente e iluminado por la centralidad objetivo dela dignidad humana.
En este contexto, pensar en libertad es peligroso. Vaya si lo es. Más rentable resulta, para los expertos en control social, subrayar la dimensión cuantitativa de la vida social. En cambio, si se estimula la razón, la libertad y el conocimiento, los ciudadanos reaccionan. El problema es que llevamos demasiado tiempo haciendo de la educación una fábrica de personas sin criterio, planas, fácilmente manipulables. Ojalá en 2018 despertemos de este letal sueño de adocenamiento en el que no pocos están plácidamente instalados. En ello nos va mucho, demasiado.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es
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