La democracia, es bien sabido, se ha definido de diferentes formas. Una de las más utilizadas entiende por tal sistema político el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Es gobierno del pueblo porque quienes ganan las elecciones han de dirigir la cosa pública con el pensamiento y la mirada puesta en el conjunto de la población, no en una parte o en una fracción de los habitantes por importante que esta sea. Es gobierno para el pueblo porque la acción política ha de estar situada en el interés general; esto es, en la mejora continua e integral de las condiciones de vida de los ciudadanos, con especial referencia a los más desfavorecidos. Y es gobierno por el pueblo porque la acción política se realiza a favor del pueblo, no en beneficio de cúpula que en cada momento está al mando.
La realidad, sin embargo, deja en muy mal lugar a los partidos en nuestro país. No hay más que leer cualquier encuesta o sondeo de los últimos años. Ahora, justo, estos días, ante la llegada de una nueva contienda electoral, a la vista de la percepción ciudadana, las formaciones partidarias prometen que fomentarán la transparencia, la participación y la regeneración. Como si tales características y cualidades de la acción política en la democracia se produjera, mecánica y automáticamente, por el deseo de los líderes expresado semanas antes de unas elecciones.
Estos años, los partidos han liderado, mes a mes, el ranking de las instituciones más desprestigiadas y también el de las más corruptas. La ciudadanía ha tomado buena nota y en un porcentaje muy alta se encuentra harta e indignada con la corrupción reinante. Mientras tanto, con el fin de canalizar el descontento aparecen opciones antisistema que pretenden demostrar que es posible otra forma de estar y hacer política. En estos años de profunda crisis la ciudadanía esperaba mucho más de las bondades del quehacer público y, sin embargo, lo que ha recibido ha sido un período de creciente corrupción y un empeoramiento progresivo de las condiciones de vida de los más frágiles y, también, el incumplimiento de relevantes promesas electorales.
En efecto, cuándo la finalidad de la actividad política no reside en el servicio o en los bienes que se ofrecen, sino que se instala en el bien de la propia organización y de sus dirigentes o colaboradores, entonces en más o menos tiempo se instala en la sociedad la necesidad de un cambio. En estos casos, los partidos se burocratizan hasta el paroxismo, hay miedo o pánico a las iniciativas y se suele instalar un culto al líder paralizante. La estructura se convierte en un fin y los aparatos se convierten en los dueños y señores de los procesos, hasta el punto de que todo, absolutamente todo, ha de pasar por ellos, instaurándose un sistema de control e intervención que ahoga las iniciativas y termina por laminar a quienes las plantean.
En estos casos, nos encontramos ante partidos cerrados a la realidad, a la vida, prisioneros de las ambiciones de poder de un conjunto de dirigentes que han decidido anteponer al bienestar general del pueblo su bienestar propio. Se pierde la conexión con la sociedad y, en última instancia, cuándo no hay un proyecto que ofrecer a la ciudadanía más que la propia permanencia, el centro de interés se situará el control-dominio que, además de ser la garantía de supervivencia de quienes así conciben la vida partidaria, constituye una de las formas menos democráticas de ejercicio político. La autoridad moral se derrumba, la gente termina por desconectar de los políticos, se pierde la iniciativa, el proyecto se vacía y la organización ordinariamente se vuelve autista, sin capacidad para discernir las necesidades y preocupaciones colectivas de la gente, sin capacidad para detectar los intereses del pueblo. Algo que, a juzgar por la opinión general que la gente tiene de la política y de los políticos, no parece muy lejano de la realidad que nos rodea.
Por el contrario, una organización pegada a la realidad, que atiende preferente y eficazmente a los bienes que la sociedad demanda y que permitirá probablemente hacerla mejor, es capaz de aglutinar las voluntades y de concitar las energías de la propia sociedad. Estos partidos, así configurados y dirigidos, atienden a los ámbitos de convivencia y colaboración y escuchan sinceramente las propuestas y aspiraciones colectivas convirtiéndose en centro de las aspiraciones de una mayoría social y en perseguidora incansable del bien de todos. Esto es, en mi opinión, ocupar el centro social o, si se quiere, centrarse en el interés social, no simplemente en el interés de una determinada mayoría o minoría social, por importante o relevante que esta sea.
En el mes de mayo de 2015, a finales, hay unas elecciones autonómicas y locales a la vista. Los sondeos vaticinan unos resultados que podrían alterar sustancialmente el mapa político. Si en Grecia ganan los antisistema en las elecciones de enero, entonces o cambian mucho las cosas y se produce una sucesión razonable y coherente de propuestas y reformas de calado, o pasará lo que algunos han provocado desde hace algún tiempo. Así de sencillo.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo
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