La política es, escrito de forma sencilla, la tarea de la rectoría de los asuntos públicos orientada a la mejora de las condiciones de vida del pueblo, de todos y cada uno de los ciudadanos. En la medida en que la política democrática descansa sobre el Estado de Derecho, la racionalidad debe presidir la confección y elaboración de las políticas públicas, así como su comunicación y explicación a los ciudadanos. Comunicación y explicación son dos funciones bien relevantes que han de realizarse pedagógicamente, dedicando tiempo a exponer las argumentaciones y las razones que justifican la acción de gobierno o la oposición política. Hoy, en tiempos de crisis aguda, la exigencia de mayor racionalidad, de mayor esfuerzo argumentativo, de más pedagogía es vital para que el pueblo pueda entender el alcance de las decisiones que se están adoptando.
Por ejemplo, la subida del impuesto de la renta, que pronto se hará efectivo en las nóminas, tiene que ser mejor explicada. Por una razón, hasta ahora las medidas de supresión de órganos y organismos innecesarios, aunque están en estudio, no se han adoptado con la radicalidad que exige el momento. Al igual que las subvenciones a numerosas instituciones que debieran financiarse en mayor medida por las cuotas de sus afiliados. En este sentido, no pocos españoles se preguntan por las razones de que se pidan sacrificios a las personas sin aplicar la terapia de choque que la situación reclama a la política de subvenciones o al gasto público.
Los nuevos espacios políticos, entre los que se sitúa el espacio del centro, traen consigo una particular exigencia de pedagogía política. Efectivamente, en el desarrollo de sus políticas, las formaciones inspiradas en el espacio de centro deben atender de modo muy particular a la comunicación con el entorno social, con toda la sociedad. Es mejor pasarse por un exceso de cercanía al pueblo que por el aislamiento calculador.
El trabajo de pedagogía política no es, de ninguna manera, una labor de adoctrinamiento, de conversión ideológica, sino precisamente de transmisión de las razones que presiden las políticas públicas que se adoptan o de las argumentaciones para oponerse a tales determinaciones. El respeto a las posiciones ideológicas, a los valores que individualmente cada ciudadano defiende, debe conjugarse con la insistencia en la llamada a abrirse a la realidad de las cosas. Y, también, como no, a su complejidad, haciendo ver que las soluciones simplistas a veces no son verdaderas soluciones, que la prudencia es una buena guía en las decisiones políticas, y que esta no está reñida –antes al contrario- con las metas sociales ambiciosas. Que importa más el trabajo serio y consolidado que los gestos superficiales y sin fundamento, que bajo la apariencia de progreso esconden un progresivo deterioro de la vida económica y social e incluso de la ética, que nunca tardará demasiado en ponerse en evidencia.
En este tiempo en el que algunos vuelven a enarbolar las pancartas y las consignas más antiguas del pensamiento ideologizado, la exigencia de racionalidad, de pedagogía por quienes están en el ejercicio de la responsabilidad política es más importante. Si al pueblo se le explican con argumentos las razones por las que es menester tomar decisiones que exigen sacrificios a la ciudadanía es posible que se comprendan y hasta que se apoyen. Ahora bien, cuándo tales sacrificios se exigen en tanto en cuanto las estructuras del estático modelo de bienestar reinante en este tiempo y las subvenciones se mantienen, con escasas reducciones, entonces es lógico el desconcierto.
El caso de los desahucios para personas con escasos recursos económicos, en cambio, ha sido bien recibido por la ciudadanía. No sólo porque muchos piensan que los bancos han tenido que ver, y no poco, con la crisis económica y financiera, sino porque es propio de la sensibilidad social de todo gobierno que se precie, sea del color que sea, la preocupación y adopción de medidas que velen por unas condiciones de vida dignas para las personas en riesgo de pobreza.
En materia de agua, por referirme a otro problema general, una política nacional para todos exige adoptar las decisiones que permitan, en efecto, que dónde existan los excedentes de agua se puedan llevar a las zonas de España que la necesitan. Es este un tema de palpitante y rabiosa actualidad en el que es menester explicar con claridad y racionalidad al pueblo el sentido que tiene el principio de solidaridad, principio que hoy requiere una urgente revitalización si es que queremos que la solidaridad entre todos los pueblos de España siga siendo, como proclama el artículo 2 de la Constitución, una de las principales señas de identidad de nuestro modelo constitucional de Estado.
La pedagogía política impide la demagogia porque la racionalidad es su principal manifestación. Cuando las propuestas o las medidas se pueden explicar porque son razonables, lógicas, con argumentaciones al alcance de cualquier fortuna es probable que el pueblo soberano pueda comprender mejor el alcance y sentido de esas políticas. Y cuando esas políticas se demuestra que se hacen para todos porque son exigencias de la centralidad del ser humano, entonces se transita por el buen camino. Pero cuándo no se pueden explicar coherentemente o no se aducen siquiera razones, entonces reina el desconcierto y se construye u ambiente de desconfianza y distancia que, si no se corrige, produce grandes estragos.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo