La política debe ser entendida como el trabajo al servicio objetivo del interés general, al servicio de los derechos de los ciudadanos, especialmente de los más desfavorecidos. Por eso,  podemos convenir en que existe una dimensión ética fundamental, cada vez más relevante a causa de su escasa visibilidad en este tiempo, en la propia actividad política que interesa rescatar. Desde luego, el gobierno de los sabios o la consideración de la acción del gobierno como una suerte de elucubración teórica de intelectuales nada tienen que ver con la médula de un trabajo, el político, que en mi opinión, se justifica en la medida en que los derechos de los ciudadanos, especialmente de aquellos excluidos o abandonados a su suerte, brillen con luz propia.
 
Por tanto, la actividad política es una actividad  que requiere  principios éticos que garantizan  que el poder no sea un fin en si mismo sino un instrumento al servicio de la colectividad, de la comunidad, a los ciudadanos. En este ambiente de servicio objetivo al interés general se puede comprender mejor que, en efecto, el centro de la acción política no está ni en los partidos, ni en sus dirigentes, ni en las estructuras públicas ni en el personal al servicio de las Administraciones públicas, sino en las personas, en la dignidad de la persona y en sus derechos inalienables. Especialmente, de aquellos que no tienen valedores, de los desfavorecidos y de los abandonados.
 
Es más, la dignidad del ser humano es una propiedad inherente a la persona de tal relieve y calibre ético que bien puede decirse que la misma política democrática tiene una obvia vinculación con la defensa, protección y promoción de los derechos fundamentales, individuales y sociales, del ser humano.
 
Desde esta perspectiva, la persona debe dejar de ser entendida como un sujeto inerte al que los políticos, y la política,  dan cuerda para que se mueva como si de una marioneta se tratara. La persona no es un sujeto pasivo, inerme, receptor, destinatario contemplativo de las llamadas políticas públicas. Si pensamos que la persona está en el centro de la actividad política es menester reconocer, y propiciar, que, de verdad,  la persona sea el protagonista por excelencia de la espacio general. Algo todavía lejano debido  a esa obsesión de la tecnoestructura por controlarlo todo, importando poco, o muy poco, la dignidad de quienes más sufren, de quienes no tienen ni voz ni capacidad de valerse por sí mismos.
 
¿Qué quiere decir afirmar el protagonismo de la persona en la actividad política?. Sencillamente, que la libertad solidaria  de la persona, su participación en los asuntos públicos y su compromiso con la solidaridad, constituyen tres vectores centrales de la política moderna.
 
 
La centralidad de la persona requiere de medidas que fomenten las libertades solidarias, de compromisos con las necesidades reales de la gente. Estamos a tiempo, todavía, de pensar en soluciones abiertas y plurales que regeneren el ambiente político. Para ello, es menester que los líderes hablen más entre ellos de los problemas de todos. Y, sobre todo, que se demuestre con hechos y de verdad, que la política resuelve problemas reales, especialmente de los que menos tienen, que los excluidos, de los abandonados, de aquellos abandonados a su propia suerte. Si la política no es capaz de atender como se merecen estas personas, tenemos que buscar nuevas políticas que de verdad se centren sobre la forma de mejorar las condiciones de vida de las personas. Nada menos.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.