Los derechos humanos, los derechos fundamentales de la persona, vienen siendo interpretados, también en la crisis en que todavía estamos inmersos, desde una posición individual. Tal orientación, presente en muchas legislaciones en muchas latitudes, no es más que la expresión en clave jurídica de una ola de profundo culto a la persona en detrimento del bien común, del interés general. La dimensión subjetiva prima de forma casi absoluta mientras que la dimensión social brilla por su ausencia. No es ninguna casualidad, porque las tecnoestructuras dominantes imponen, con notable éxito, toda una serie de hábitos consumistas que convierte a una población con un obvio déficit de temple moral y cívico en ciegos seguidores de cuantas consignas dictan quienes mueven los hilos de este mundo.
En este contexto, cada vez es más urgente y relevante llamar la atención acerca de la necesidad de armonizar la dimensión individual, personal, con la consideración social, con el empeño por la mejora de las condiciones de vida de todos los ciudadanos. Si prevalece la perspectiva individualista, cada persona termina por convertirse en la medida primera y última de todo y de todos abriéndose un espacio de insensibilidad social de letales consecuencias. Ahí tenemos en nuestras ciudades especialmente una legión de personas solas, de ciudadanos abandonados a su suerte, de vecinos sin lazos comunitarios que quizás puedan vivir cómodamente pero que han perdido la capacidad relacional tan importante para el libre y solidario desarrollo del ser humano.
Esta deriva individualista conduce a estilos de vida opulentos al margen de las consecuencias sociales de las acciones o decisiones que se puedan adoptar. Las prácticas científicas, por ejemplo, que con frecuencia hacen tabla rasa de la dignidad del ser humano con tal de levantar un puñado de millones de euros, son un buen ejemplo de este ambiente. También emerge desde este planteamiento, un peligroso predominio de lo económico y de la técnica que termina por oscurecer los aspectos más centrales de la vida humana, de la realidad. La cultura del descarte de la que tanto habla Francisco no es más que la consecuencia lógica de la sublimación de la dimensión individual, por cierto compatible con muchas prácticas y hábitos burgueses que todavía perviven en la mal llamada progresía.
La exaltación del lucro, del beneficio, del resultado, de la eficiencia, conduce, desde la instauración del pensamiento único, en la conversión del ser humano, sea del que está por venir, del que es pero vive en malas condiciones y del que está a punto de dejar de ser, en puro objeto de usar y tirar. Ahí está, por ejemplo, el caso de las retribuciones de los becarios, ahí encontramos esa brecha cada vez más amplia entre los que tienen salarios altos y bajos, y ahí está, sobre todo, esa globalización de la indiferencia que tanto daño hace al tejido social y a la calidad de vida de las personas.
El dominio de la técnica y de la eficiencia suele llevarnos a ambientes en los que la persona es reducida a un mero engranaje de una estructura que lo convierte, como mucho, en un bien de consumo que cuándo ya no sirve a la causa, es desechado sin reparo. Ahí están los enfermos terminales, los ancianos abandonados y sin cuidados y, sobre todo, los niños asesinados antes de nacer.
Por eso, la dignidad humana debería volver a ser el centro de las políticas, el centro y la raíz del orden social, político y económico, no ese sucedáneo que queda tan bien en discursos y escritos pero que a nada compromete. Afirmar la supremacía de la dignidad humana, como dijo Francisco en el Parlamento europeo, “significa reconocer el valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de intercambio o comercio”. Y, como también recordó Bergoglio a los europarlamentarios, “cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la cultura del descarte”.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana